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––Abuelito, ¿cómo vivían los políticos del antiguo régimen?
––Te voy a contar, Juanito. Allá por el año de 2017, cuando tu todavía no habías nacido, los políticos, los jueces y los servidores públicos vivían muy por encima de las posibilidades de cualquiera de nosotros . En un país con 50 millones de pobres, estas personitas percibían sueldos que estaban entre los más altos del mundo. En México, los altos funcionarios ganaban mucho más que en países como Francia, Canadá o Estados Unidos, incluso más que casi todos los países de la OCDE. Parecía normal que un senador ganase el equivalente a 3 mil 500 salarios mínimos al mes o que un juez se embolsara más de 7 mil. En realidad, no se sabía a ciencia cierta cuanto ganaban los altos funcionarios. Lo que sí sabemos es que todos ellos estaban bien ubicados en la franja del 1% de las personas con mayores ingresos. Además de recibir un sueldo oficial, se repartían el dinero público a través de “bonos” y de vez en cuando recibían sobres con dinero en efectivo que no se sabía bien de dónde venían.
––Pero, ¿cómo eran los políticos de esa época?
–– Eran amantes de la frivolidad del poder o, más bien, de lo que ellos creían que era el poder. Muchos accedían al servicio público con el principal propósito de ascender vertiginosamente en la escala social. Llegar a un puesto –cualquiera que fuera- constituía una oportunidad única para forrarse o, en el mejor de los casos, para utilizar los recursos del Estado en su beneficio. Para esos señores no había ninguna diferencia entre lo público y lo privado porque veían al Estado como un botín . Para que me entiendas mejor, lo público era para ellos como si fuese una extensión de su propio jardín. Los ciudadanos pagábamos sus aviones y sus helicópteros; sufragábamos los vehículos y choferes de ellos y sus familias; gastábamos nuestros impuestos para que pudieran vestirse como estrellas de Hollywood, porque ellos creían que para representar mejor a la nación necesitaban vestirse de Chanel y Louis Vuitton. Y pagábamos sus comidas y sus bebidas... ¡Y vaya que les gustaba beber! Cuando se movían por la ciudad lo hacían siempre en unas grandes camionetas que llevaban uno o dos carros atrás y un ejército para cuidarlos como no se cuidaba a ningún otro ciudadano. Alegaban que toda esa parafernalia era asunto de seguridad. En realidad la necesitaban para sentirse importantes, para parecer menos pequeños de lo que realmente eran. Obviamente, no conocían el país. Nunca hablaban con la gente ni estaban cerca de la realidad de las personas. Creían tanto en su propia importancia y eran tales sus delirios de grandeza que llegaban a cerrar avenidas completas tan solo para que ellos pudieran llegar cómodamente, sin tener contacto con nadie.
––Abue, ¿y cómo vivía el presidente?
La presidencia de la República era una institución faraónica. Los presidentes vivían en una de las residencias más grandes del mundo –seis veces mayor que la Casa Blanca– y sus esposas –en lugar de tener vida propia– actuaban como adornos inservibles que se dedicaban a gastar y a aparecer públicamente en actos intrascendentes que costaban mucho dinero. En general, los altos funcionarios nunca iban solos, jamás cargaban un maletín, un documento o siquiera un folder con sus discursos. Caminaban siempre con mucha gente alrededor para darse aires de poder. En sus equipos se contrataba a mucha gente, casi siempre para premiar a los suyos, pagar lealtades y tener a sus amigos cerca. Estos hombres y mujeres conocían poco el país real. Evidentemente no se daban cuenta de lo mal que funcionaban nuestros servicios públicos porque jamás los utilizaban. Ni sus hijos asistían a las mismas escuelas que la mayor parte de la población ni ellos usaban los mismos servicios de salud porque con nuestros impuestos les pagábamos seguros privados para atenderse en los mejores hospitales.
––¿De veras, abuelito? Oye, ¿y por qué tardó tanto en cambiar todo eso?
––Tardó porque aunque cambiaban los gobiernos, no cambiaba el régimen político . Pero un buen día, después de haber padecido un gobierno descaradamente corrupto, decidimos cambiar de régimen de una vez por todas. Llegó entonces al poder un señor muy voluntarioso y obsesionado con pasar a la historia, pero creyente en la mística del servicio público y dispuesto a cambiar de paradigma. Ese señor llegó a aguarle la fiesta a muchos, pero a reivindicar simbólicamente a otros: los más pobres. Portaba unas tijeras muy grandes con las que comenzó a cortar presupuestos superfluos y burocracias inútiles.
––Pero, ¿fueron buenas las medidas que tomó ese señor?
––Algunas fueron exageradas. como recortar 70% de los trabajadores de confianza, que nunca se logró concretar. Otras probaron ser inoperantes e hicieron que la nueva administración distrajera tiempo vital, como el mudar secretarías de Estado a otras entidades de la República. Eso fue un poco caótico y el gobierno perdió tiempo en lugar de concentrarse en dar resultados más rápido , como la gente esperaba. Otras medidas generaron animadversión entre el funcionariado y sus familias, como el obligarlos a trabajar seis días de la semana. A muchos no les gustó eso. Dijeron que violaba sus derechos laborales, que se los estaba explotando, que no se trataba de estar más horas nalga en las oficinas, sino de que los procesos fueran más eficientes…
––¿Y qué más hizo el nuevo presidente?
––También bajó a la mitad los sueldos de quienes entonces ganaban más de un millón de pesos al año. Eso generó que algunos buenos técnicos buscaran empleo en el sector privado, aunque fueron muchos menos de los que en un principio se pensaba. Al final, la medida sirvió para depurar el servicio público de muchos vividores y gente sin vocación de servicio . A la distancia, creo que exagerar fue bueno porque veníamos de una situación escandalosa. Los anuncios iniciales forzaron a todo el aparato público a hacer cambios y marcaron un nuevo rumbo. Las transformaciones en el servicio público fueron más difíciles de materializar de lo que parecía en un primer momento, pero muchos historiadores consideran que aquél fue el inicio de un cambio importante en la cultura del servicio público en nuestro país. Pero no comas ansias, ya te contaré luego cómo terminó aquella historia. Es hora de dormir.
@HernanGomezB