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En esa mixtura de militantes, feligreses, profesionales de la cosa pública y buenos para nada que integran la clase política en el poder, hay una figura atípica: no es un militante de Morena, tampoco un acólito y nunca había desempeñado un cargo público; empresario controversial con inquietudes políticas, se acercó primero a Fox, que lo decepcionó, y luego a López Obrador, quien lo nombró coordinador del Proyecto Alternativo de Nación.
Ya en el gobierno, Romo aceptó ser jefe de la mítica Oficina de la Presidencia. En los primeros días de esta administración, cuando lucía poderoso, algunos analistas llegaron a describirlo como jefe del gabinete, lo que no es. Pero, además, su oficina dista de ser la que condujo Joseph Marie Córdoba en los días de Carlos Salinas de Gortari, cuando se integraron gabinetes especializados (económico, agropecuario, de bienestar social, de política exterior y de seguridad nacional) con secretarios técnicos altamente calificados. Hoy es una oficina con un nombre lucidor, pero muy venida a menos, con pocas atribuciones, menos recursos y un destino incierto.
Convertirse en funcionario público le ha exigido a Romo Garza apartarse de sus negocios y, para colmo, sufrir los costos de transitar de un poder simbólico al “no poder” y cada vez parece más distante en el aprecio del presidente, que en más de una ocasión lo ha corregido.
Sus principales colaboradores, ex funcionarios de empresas privadas, no están en la nómina gubernamental, colaboran pro-bono, una figura sin sustento en la ley. No son servidores públicos, en consecuencia, no presentan declaraciones patrimoniales ni están sujetos a la Ley de Responsabilidades; constituyen una figura extravagante.
En la práctica, las atribuciones de Romo se reducen a ser el enlace del gobierno con los empresarios, lo que es competencia de la secretaria de Economía, Graciela Márquez. Pero cada vez tiene menos credibilidad ante los hombres de negocios. Después de haberles garantizado que no se cancelaría el proyecto del NAIM, vino el balde de agua fría cuando el presidente anunció la cancelación del proyecto más ambicioso de la administración anterior, lo que significó convertir en ruinas instalaciones en las que se habían invertido más de 60 mil millones de pesos y frustrar un proyecto indispensable para un país que aspira a la modernidad.
La creación del Consejo para el Fomento a la Inversión, el Empleo y el Crecimiento Económico que encabeza Romo, pareció darle oxígeno; en el mismo sentido los compromisos de los hombres de negocios de invertir 35 mil millones de dólares en los próximos dos años, y las palabras entusiastas de Carlos Salazar, presidente del Consejo Coordinador Empresarial (CCE), pero todo esto fue desmentido unas horas más tarde cuando Pemex canceló las rondas en exploración y producción, lo que anuló de facto el acuerdo para promover la inversión y el desarrollo incluyente que acababan de firmar el gobierno federal y el CCE. Por eso, Salazar ha empezado a transitar de los textos lisonjeros de la primera hora, a posturas críticas: la cancelación de los contratos daña la confianza y la certidumbre, ha dicho.
Con una influencia declinante, con escasos recursos para impulsar proyectos, moviéndose en un escenario que le resulta ajeno y en continua tensión con miembros del gabinete y con los militantes “duros” de Morena (baste recordar el severo discurso de Paco Ignacio Taibo II, el 22 de febrero de 2018: “¿A nombre de quién hablas y a quién le hablas al oído? Porque si le quieres hablar al oído a las trasnacionales, pos muy tu pinche gusto”), Alfonso Romo aparece desconcertado, incómodo, débil.
Sólo queda preguntar: ¿cuánto tiempo más aguantará la condición de “florero”? Su salida puede darse con otras, las de aquellos cuya permanencia en el gabinete está resultando una experiencia frustrante. Pero surgen preguntas cruciales: ¿Quiénes llegarían al relevo?, ¿se irán los blandos y llegarán los duros?
Presidente de GCI. @alfonsozarate