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En esa agonía reciente, en ese sufrimiento natural con el que vive las últimas jornadas, el Atlético de Madrid g anó la Liga sobre el alambre, derrotado al descanso, vencedor al final y siempre líder durante 90 minutos de alta tensión, en los que sólo se vio campeón cuando Luis Suárez culminó la remontada frente al Valladolid, descendido, que inició el ingenio de Ángel Correa.
En nueve minutos, del 58 al 67, el oscuro panorama del 1-0 pasó a la liberación del 1-2, porque el atacante argentino se inventó lo que suele crear con constancia últimamente, goles casi de la nada, y porque, en el 67, Luis Suárez aceptó el involuntario regalo de Sergi Guardiola para ejercer de líder, de campeón y de goleador.
Inabordable primero, superviviente después, inalcanzable toda la Liga, el Atlético es el vencedor de un torneo vibrante, intenso y comprimido, el más emocionante quizá por su resolución de los últimos tiempos. Es un undécimo título del campeonato. El segundo de Diego Simeone, el indudable líder de tal éxito, el 'revolucionario' que discute, ya por segunda vez, el dominio de Real Madrid y Barça .
Nadie más que 'su' Atlético los ha ganado la Liga en las últimas diecisiete temporadas. Y lo ha hecho dos veces. Si es una hazaña o no depende de la perspectiva desde la que se mire a los rojiblancos, a los dos "monstruos" de los que hablaba el técnico no hace mucho en plena persecución de un liderato y a las diferencias entre los tres.
La Liga 2020-21 es suya. De Simeone . Y también de Luis Suárez, un goleador prescindible para el Barcelona y un goleador indispensable para el campeón, el que firmó el tanto final de la Liga; de Oblak y sus paradas cruciales; del impactante Marcos Llorente y sus goles; del desbordante Carrasco; del capitán Koke; del Saúl menos titular que nunca; del líder Savic, hoy ausente por sanción; de Joao Félix, Giménez, Felipe, Hermoso, Trippier, Lodi, Héctor Herrera, Vrsaljko, Vitolo, Kondogbia, Torreira, Lemar, Dembélé, Ivo Grbic...
Y de Ángel Correa. Nunca entre los favoritos, siempre en la duda que surge su condición imprevisible, pero con una valentía y un atrevimiento al alcance de pocos, él surgió de nuevo al rescate del Atlético, tan determinante como lo ha sido en muchos tramos de esta temporada, tan protagonista principal en el título como se merece.
Cuando la derrota 1-0 del Atlético era irrebatible, cuando le costaba crear ocasiones de verdad, cuando el VAR revisaba el gol del empate (luego no subió al marcador) del Madrid ante el Villarreal, cuando nada predecía la igualada, agarró el balón en el borde del área, como si estuviera en cualquier otro partido, para el 1-1.
Ahí resurgió el Atlético , ganador por el 1-2 de Luis Suárez, que se encontró con un balón que era del Valladolid directo hacia la portería de Masip. Corrió, corrió y corrió, se perfiló hacia su izquierda, para lograr el hueco justo para completar la remontada, para hacer campeón al equipo rojiblanco como le hizo al Barcelona.
Para triunfar en un grupo determinado a ganar la Liga desde el principio, ambicioso siempre, reinventado, resolutivo muchas veces y brillante otras tantas, resistente cuando sintió el riesgo, cuando percibió una posible caída, entre la agonía contra Osasuna o Real Sociedad, también en la cita final en Valladolid, pero con la convicción de que nadie merecía más que él este triunfo sonoro.
El Atlético sufrió más de una hora hasta que lo consolidó, en desventaja desde el minuto 18. Porque a un partido no hay 52 puntos de diferencia. No hay ni futurible campeón ni descendido. Con tanto en juego, no hay matices. Ni se admiten errores como el de Yannick Carrasco . No iba ni para un lado ni para otro el encuentro, cuando el extremo belga se permitió una licencia este sábado inadmisible.
A la salida de un córner a favor, en ventaja, con todas las opciones que no eligió mucho menos arriesgadas que el regate que seleccionó y no le salió, su exceso promovió el trepidante y letal contragolpe del Valladolid, lanzado definitivamente por el fino taconazo de Toni Villa, que desbordó aún más a todos los jugadores rojiblancos, a contracorriente a la caza del solitario Óscar Plano, al que le llegó el balón para enfilar el esprint hacia Oblak con tres toques de Weissmann, el citado de Villa y otro de Marcos André.
El certero remate del '10' con la derecha, cuando Giménez ya se abalanzaba sobre él, fue la resolución perfecta a un contraataque perfecto. Una acción incontestable, sino fuera porque había surgido del propio Atlético, empeñado en esa agonía persistente en la que se mueve en las últimas jornadas, en el sufrimiento del campeón.
Quizá por la tensión, quizá por el propio plan que ideó, quizá por temor, quizá por el oponente, quizá por vértigo, no fue tampoco el Atlético que apabullo con su presión en el primer tiempo a la Real Sociedad y al Osasuna. Ni tan determinado ni tan expresivo. Ni siquiera reconocible mínimamente en tales parámetros. Nervioso, apurado, embarullado, atascado, más aún con el 1-0.
Un problema visible, atenuado por el gol inmediato del Villarreal frente al Real Madrid (luego gano 2-1 el conjunto blanco) y resuelto en el segundo tiempo, en el impulso que fue el descanso. Por la charla del entretiempo, por la propia reacción del equipo, por la conciencia de que, en el mismo nivel que la primera parte, la Liga sería un asunto más que complejo, por lo que fuera, surgió del vestuario otro equipo, el líder inalterable en las últimas 25 jornadas, el campeón merecido de LaLiga Santander.
Para el Valladolid no hubo carambola. Ni se acercó a todo lo que necesitaba en la última jornada, ni siquiera a una mínima parte de lo que requería la permanencia. No ganó él, que era la primera premisa de todas, pero tampoco perdieron ni el Elche ni el Huesca.
Una victoria en las últimas 21 citas es un peso insoportable, inasumible, para cualquier equipo. Lo ha sentido el Valladolid, que baja a Segunda División tres cursos después. Instante a instante se complicó él mismo su supervivencia, de pronto al borde del precipicio, al que cayó este sábado, doblegado por un campeón.