EL UNIVERSAL continúa con el 100 aniversario de la exclusiva entrevista acerca de la vida pos revolucionaria de Doroteo Arango , quien para 1922 vivía como campesino en la hacienda que el gobierno le otorgó.
El joven pero experto reportero Regino Hernández Llergo , el fotógrafo Fernando Sosa, y la aventurera Emilia, coincidieron por una fortuita casualidad con Villa en Parral, Chihuahua. Al encontrarse con él, sin embargo, su frialdad hacia los periodistas y los rumores acerca del temperamento del “Centauro del Norte” hicieron mella en el ánimo de los enviados de este diario.
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La única condición es que digan la verdad
“Vengan, señores. Les espera el general Villa”. Así anunció el coronel Félix Lara a reportero y fotógrafo quienes por fin tendrían la atención de Francisco Villa , tras una hora de espera bajo la vigilancia de los ex “Dorados”.
Pasaron al interior del patio de la casa del general en Parral, Chihuahua, y tomaron asiento los cuatro. El propio Villa fue el primero en romper el silencio.
“Pues aquí el coronel ya me dijo que ustedes son periodistas…”, dijo.
Como para salvar el día, de nuevo, Lara intervino compartiendo con Regino y Sosa que sus argumentos para convencer al caudillo habían sido el interés nacional en las averiguaciones que se hicieran para EL UNIVERSAL, así como en los “patrióticos” beneficios del trabajo cotidiano de Villa y su gente en la hacienda de Durango.
Regino confirmó las razones de Lara, mientras que Sosa permanecía mudo, como espantado.
Entonces, Villa explicó que desde su llegada a Canutillo dos años atrás, se abstenía de recibir periodistas “porque ellos nunca dicen la verdad”, pero que haría una excepción por la recomendación de su amigo Félix.
Pese a que los recibiría ahí en Parral o en Durango, por el tiempo que quisieran, aclaró que pondría una condición: que dijeran la verdad, sin importar que a él lo beneficiaran o perjudicaran. Sus palabras exactas fueron:
“Como jóvenes que son, como gente más culta que yo, como mexicanos, hermanos de mi raza y de mi sangre, digan la verdad… Yo quiero que ustedes obren de buena fe.”
A final de cuentas aclaró que, en su opinión, la prensa difundía mentiras sobre su persona, llamándolo bandido. No dudó en revelar que este diario fue el que más le perjudicó: “Durante la Revolución EL UNIVERSAL me hizo mucho la guerra”.
Hecho el acuerdo, Villa les dio indicaciones para esperar un automóvil dos días después, en un poblado al que podían llegar en tren, que
los llevaría directo a la hacienda de Canutillo.
Aunque accidentado, el viaje de más de una hora en “lo que había sido un Ford” (“la Cucaracha”, como le llamaban al carro de correos) valió la pena cuando, a las ocho y media de la noche de un martes de mayo, el general los recibió en su casa.
La caballerosidad del general Villa
En una noche “oscura como boca de lobo”, tres figuras se acercaron a los viajeros. Eran tres ex “Dorados” de la escolta personal de Doroteo Arango enviados para ayudarles con el equipaje y mostrar el camino a la oficina del coronel Trillo, quien ya los esperaba.
Tras una breve recepción, una puerta se abrió y la luz del interior de la casa dejó ver la sombra del general Villa, que de inmediato preguntó “¡Trillito! ¿Quiénes llegaron?”
“Son los señores de México, los periodistas”, informó su coronel, y Villa procedió a saludarlos, no sin extrañarse por la presencia de Emilia, con cuya llegada no había contado al inicio.
“¿Y esta señorita?”, preguntó. Regino le explicó que era una amiga que venía con ellos porque quería conocerle.
Para el asombro del reportero, contrario a los rumores del bárbaro carácter del caudillo, el general saludó a Emilia presentándose de forma cortés, no sin una ligera inclinación: “Francisco Villa… Servidor de usted.”
Acto seguido, Villa los condujo a un comedor para que sus huéspedes cenaran, y de nuevo sorprendió con sus modales a Regino, pues sin titubear les acomodó la banca en que se sentarían a la mesa.
Hernández Llergo fue sincero con su incredulidad, pues este diario registra que “después de tanto susto, de tantas cosas que les dijeron en el camino”, se preguntaba si ese hombre “tan amable, tan caballeroso, tan correcto con Emilia” era el “temible” general Villa.
Podría resumirse la impresión de Regino sobre la hospitalidad de Villa en su expresión “¡Pero si éste –dentro de su rusticidad- es todo un caballero!”.
Consciente de que, una vez publicadas, estas afirmaciones tendrían un impacto agitado en el resto del país, el periodista dejó claro que él sólo podía hablar del hombre que conoció en persona en la hacienda duranguense.
Agregó que no era quién para juzgar los actos del guerrillero como revolucionario y desligó la entrevista presentada de los eventos ocurridos en años pasados.
Así, la cena de sopa, huevos, carne y frijoles se desarrolló con apetito por parte de los invitados y con las usuales preguntas de todo anfitrión: “¿Cómo les fue de viaje? Cuéntenme muchachos.”
Aunque respondieron que todo había estado bien, Villa preguntó en qué los habían traído, y Regino tuvo que ser sincero. Pese a temer perjudicar a alguien con su respuesta, el joven le dijo que llegaron en el carro del correo local.
Al entender que se trataba de “la Cucaracha”, Villa se extrañó de que su gente no mandara su Dodge, y exclamó “¡Pero válganme los santos -si es que hay santos-, han de haber llegado muy estropeados, muchachos! ¡Lo que ha de haber sufrido la señorita…!”
“Nada, general. Hemos viajado a gusto”, contestó Emilia, animándose a participar en la plática.
La cena terminó con café, leche y pan recién horneado, aunque al salir del comedor, camino a la habitación que les apartó, Villa ordenó a un muchacho para el día siguiente: “maten un animalito, para que coman los señores”, pues todo en Canutillo era producto local.
La recámara en cuestión resultó ser de los hijos de Villa, Agustín y Octavio, “por eso la ven un poco desordenada”, explicó, para luego decirles que aunque todos en la hacienda despertaban a las cuatro de la mañana, ellos despertaran cuando quisieran.
Antes de dormir, aún sin apagar la luz eléctrica, se abrió la puerta y apareció de nuevo Pancho Villa “con una gran piel de tigre en la mano” y se la entregó al joven reportero, con el argumento de que les llevaba esa “pielecita” para que no pusieran los pies en el suelo, porque estaba muy frío.
Tras cerrar la puerta, para dar por terminado el día, les dijo “A la hora que se paren mañana, me buscan donde esté, para echar la platicada”. Así concluyó Hernández Llergo la segunda entrega de la entrevista con Doroteo Arango en Canutillo. Mañana la tercera parte de este extraordinario encuentro.
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Fuentes
- Hemeroteca EL UNIVERSAL.