Eran las dos de la tarde del 3 de diciembre de 1991. El reportero de nota roja de EL UNIVERSAL, Ángel Marín Ramírez, se presentó a trabajar como solía hacerlo diariamente, vestido estilo detective: gabardina en color negro, sombrero de ala pequeña, pañuelo en la solapa del saco y su inconfundible andar, lento y seguro.
Toc, toc, toc, se escuchó el llamado a la puerta del Archivo Fotográfico de EL UNIVERSAL. Al abrir apareció don Ángel Marín, quien parecía escoltar a su acompañante, un hombre alto, tez morena, de robusta apariencia, anteojos bifocales, de mirada sobria, fija y penetrante, escaso cabello y muy callado.
—Buen día señores —exclamó el señor Marín, al tiempo que tocaba levemente su sombrero y bajaba un poco la cabeza para atestiguar el saludo a los presentes.
—Pase usted, señor Marín —dije mientras abría la puerta.
—Gracias, Mario. Le presento a Gregorio Cárdenas Hernández. Adelante Goyo —dijo Marín con su mano para permitir el paso al callado personaje. Mi expresión fue la de un sujeto al que se le anuncia que ha reprobado un importante examen de escuela, sólo recuerdo que las órbitas de mis ojos se abrieron al máximo, que automáticamente dibujé una amplia sonrisa con la gracia que un robot lo haría también.
Goyo Cárdenas me miró fijamente y levantó su mano para saludarme. Sin dejar de observarlo, no sé cómo avance, estiré mi mano derecha y Goyo apretó fuerte la mía como si fuera un viejo conocido.
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A manera de broma, el reportero Marín dibujó un gesto condescendiente, enseguida presentó a “don Goyo”, como lo llamaba, a mi compañera de trabajo, de nombre América; sin embargo, ella reaccionó como tenía que suceder: la vi dar dos pasos hacia atrás hasta esconderse, de hecho, detrás de un escritorio. Gregorio y Ángel Marín se miraron e intercambiaron palabras que no comprendimos bien debido al susurro de sus voces.
—Mario me permite usted el expediente del señor Goyo — solicitó el reportero con cierta autoridad.
Una vez en sus manos, al observar con extrema atención cada una de las fotografías, Goyo Cárdenas permaneció inmutable, acomodaba con su dedo índice el puente de sus anteojos al tiempo que señalaba algún detalle a Angel Marín, quien comentó a los presentes:
—Goyo Cárdenas es quien vivió por más tiempo en el viejo Lecumberri, aproximadamente 29 años, ¿verdad Goyo?
El hombre sólo asintió con la cabeza.
—¿En qué año ingresó usted al Palacio Negro, señor Goyo? —preguntó Angel Marín al sereno visitante. Goyo aparentó no escuchar el cuestionamiento y continuó viendo las fotos.
La sociedad mexicana que apabulló —en un principio— a Goyo Cárdenas fue la misma que le dedicó canciones, incluso crearon estampas de su persona, convirtiéndolo en uno de los más célebres personajes de los sucesos policíacos de la Ciudad de México.
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Mientras, en la redacción y en el archivo fotográfico de este diario, donde el señor Marín -“el soldado de la libertad de expresión” como él se definía-, trabajó desde 1941, ya no se escucha más el sonido del hábil tecleo de su máquina.
No se observa más su escritorio repleto de planas de periódicos, su lupa, goma, tinta y de añejas fotografías que él escudriñaba con emoción. No se repite el susurro de su suave voz y lejana que rezaba una a una las palabras que dibujaban los tipos de la máquina sobre el blanco papel.
Ángel Marín visitó el archivo fotográfico hasta que su fuerza física se lo permitió. Murió en 2014 y con él se llevó detalles de aquella visita del Goyo Cárdenas a EL UNIVERSAL, pues ya no pudo platicar cómo se dio el acercamiento entre el periodista y el asesino y la razón por la que él quería ver aquellos registros gráficos. La historia del Goyo Cárdenas terminó con su muerte en Los Ángeles, California, el 2 de agosto de 1999.