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Moscú.— El pequeño Luka Modric, de apenas seis años de edad, se enteraba que su abuelo era asesinado por el ejército yugoslavo-serbio. Era el año 1991, Croacia se independizaba de Yugoslavia, aun así el futbol era de las cosas que estaba en su cabeza.
Las mudanzas eran seguidas, no había tiempo de echar raíces, pero Luka y cientos de niños croatas tenían al balón como aliado para olvidar los bombardeos. No era la infancia que un niño debía vivir.
Vinieron actuaciones dignas, como en el Mundial de 1998. Croacia se presentaba ya como una selección seria. Primera ronda discreta. Ganaba a los representativos de Jamaica y Japón, perdiá con Argentina. En eliminación directa comenzó a llamar la atención.
Pero queda el recuerdo del abuelo muerto por la guerra, esa a la cual Luka negaba con el balón, ese que hoy lo tiene en las puertas de la final de una Copa Mundial, que para una joven nación vale oro, quizá tanto como su independencia.












