Más Información
SCJN determina que prohibir consumo de alimentos y bebidas en zonas exclusivas para fumar es ilegal tras análisis de amparo
INAI da recomendaciones para evitar robo de identidad y fraudes; pide ser cuidadoso en redes sociales
Clemente Rodríguez Moreno, padre de Christian Alfonso Rodríguez Telumbre, uno de los 43 normalistas desaparecidos el 26 de septiembre de 2014, está cansado. “A veces me entra el desánimo, me siento fastidiado y quiero dejar esta lucha. Me llegan momentos de debilidad. Pero entonces, mi mujer —Luz María Telumbre Casarrubias— me dice que no, que le eche ganas. ‘Si tú recaes también yo’. Creo que ella es más fuerte. Y si me ve destrozado me dice: ‘debemos darnos ánimos los dos. Seguir adelante’”. Entonces se sobrepone y sigue. Sigue.
Eso lo dirá el martes, en entrevista en su casa. Hoy viernes don Clemente está sentado en la orilla de la banqueta a unos metros de su parcela, en Tixtla, donde viven otros 15 padres de familia de los 43 normalistas desaparecidos, a unos 30 minutos de Chilpancingo, en el Centro de Guerrero. Anoche llovió y hay lodo en la calle sin pavimentar. Es la 1:30 del día y ahora más bien hace calor. Don Clemente tiene una Coca Cola fría en la mano.
—¿Quieren una? —ofrece.
Viste una bermuda gris deslavada, una playera verde olivo y tenis. Es moreno y robusto. Un hombre macizo de 56 años, de más o menos 1.70 de estatura, aunque el martes en su casa dirá que los años le pesan cada vez más. En su muñeca izquierda tiene unas pulseras tejidas y un tatuaje de tortuga, insignia de Ayotzinapa, en el brazo del mismo lado que ya se está desdibujando. Más arriba, en su hombro, la imagen de una guadalupana con el nombre de su hijo desaparecido. No se le ve a simple vista. Lo mostrará en su casa a petición de doña Luz.
—Pásenle —invita.
Se levanta y camina hacia su parcela, un predio de una media hectárea que él llama “el terreno”. Hay un refrigerador volteado que sirve de asiento; una porqueriza más al fondo donde dos marranos gruñen retozones. Unas gallinas cacaraquean en un pequeño corral. “Aquí me vengo —dice—, aquí me vengo luego a pensar”. No sólo a eso. Tiene dos sembradíos de milpa en medio. Tiene árboles de nanche, limones, calabaza y algún papayo. Venir aquí, sembrar, ha sido, también, su terapia.
La otra ha sido buscar a su hijo. Lleva 10 años haciéndolo. Y aunque desde 2020 la fiscalía especial del caso Ayotzinapa le informó que uno de los restos óseos hallados en 2019 en la Barranca de la Carnicería, en Cocula, son de Christian, él y su esposa se niegan a aceptarlo. “Ustedes pensarán que estoy mal, que estoy loca —le contestó doña Luz a la comisión que les llevó la noticia a su casa—, pero a una gente le pueden cortar una extremidad, su pie, y sobrevive”. Lo dijo porque les informaron que lo que se logró encontrar de su hijo fue un fragmento de hueso del pie derecho.
—A nosotros —dirá don Clemente— nos querían entregar dos gramitos del pie derecho. ‘A mijo se lo llevaron completo —les dije—; y hay responsables’.
“Estos 10 años, tanto yo, mi esposa y mis hijas ya no somos los mismos. Cambiaron nuestras vidas. Piensa uno diferente. No sabíamos nada de lucha. Antes de 2014 estábamos en nuestras casas y llevábamos una vida tranquila”. Don Clemente vendía agua de garrafón como empleado de una embotelladora de la ciudad. Llegó a tener hasta 20 marranos que vendía para matanza. Doña Luz María hacía tortillas de mano para vender, para tener otra entrada de dinero. “Teníamos una vida con carencias —dirá—, como todo mundo, pero feliz”.
Una idea infausta sobresalta a menudo a don Clemente: “nos vamos a ir muriendo de a uno por uno y nunca sabremos dónde están nuestros hijos”. No es una idea que le venga porque sí. En estos 10 años han muerto cuatro padres de familia. Minerva Bello Guerrero, madre de Everardo Rodríguez Bello fue la primera en fallecer, en febrero de 2018. Luego fue Saúl Bruno Rosario, padre de Saúl Bruno García, fallecido en agosto de 2021. Después Bernardo Campos Santos, padre de José Ángel Ángel Campos Cantor, fallecido en septiembre de 2021. La muerte más reciente es la de Ezequiel Mora Chora, padre de Alexander Mora Venancio, ocurrida en agosto de 2022.
Vidulfo Rosales Sierra, abogado del centro de derechos humanos, Tlachinollan y abogado de las familias de los 43 es, tal vez, de las pocas personas que han estado más cerca de ellas durante todo este tiempo. “Yo veo a los padres de familia sumamente cansados. Más de la mitad de las madres y padres están enfermos. Su salud se ha deteriorado de manera vertiginosa. Cuatro han fallecido. Cada día se nota mucho más un cansancio físico. Además, están muy decepcionados de este gobierno —dice desde Tlapa.
Vidulfo tiene el pulso de lo que pasa dentro de la Asamblea de Padres, el órgano desde donde se toman los acuerdos. Dice que si bien empezaron las 43 familias en el reclamo hace 10 años, ahora participan alrededor de 30. Y no es porque estén divididos. Decir eso “es una trampa del gobierno. Lo que pasa es que a las actividades a veces van unos a veces otros. Como digo, están agotados. Nunca van los 43 completos, pero siempre todos están participando”.
—Aunque se conoció que hubo una división entre ellos.
—No, no. No existe tal división.
—¿Y qué me dice de los padres que asistieron a la marcha en favor del exalcalde de Iguala, José Luis Abarca?
—Fueron llevados por un personaje siniestro llamado Pedro Segura (un empresario de Teloloapan) y que (el exvocero de los padres) Felipe de la Cruz incentivó ese acercamiento, como lo incentivó con (el exgobernador) Ángel Aguirre Rivero.
Felipe de la Cruz está en Acapulco y desde el teléfono se oye el tráfico propio de la ciudad. “Dime, dime, ando en la calle pero podemos platicar”, responde. Se le pregunta por lo dicho por el abogado Vidulfo, que él ha propiciado la división de los padres de los 43 y que él los acercó con el empresario Pedro Segura y éste a la marcha en favor de José Luis Abarca.
—De lo primero te digo que es el propio Vidulfo el que propicia las divisiones. La división no está entre los padres sino con él. Los padres están en su derecho de hacer lo que sea y él no tiene que decirles qué hacer. De lo segundo: Pedro Segura les mintió a los padres. Los llevó con mentiras a Iguala. Les dijo que él sabía el paradero de sus hijos y que si lo apoyaban (en la marcha) ellos tendrían esa información. Todo fue mentira. Pero eso les valió que ya no les permitieran regresar a la asamblea.
—Usted trabaja con cuatro padres de familia, ¿cierto? ¿Cómo están ellos?
—Cansados y enfermos. Han sufrido un gran desgaste físico y emocional.
—¿Qué sigue en su lucha?
—A mí me parece que el tema ya está esclarecido. Según todos los testigos que han declarado los jóvenes fueron asesinados y separados en grupos, incinerados en hornos y crematorios, y otros supuestamente deshechos en ácido. El punto ahora es saber dónde están sus restos. Ahora hay que saber eso para comprobarlo.
Lee también Ayotzinapa 10 años: AMLO admite que no se avanzó “como quisiéramos” en encontrar a los 43
—¿Esta opinión de usted la comparten los padres que acompaña?
—Sí, de hecho ellos ya están resignados a lo que sea. Si están muertos que les digan, y dónde están. Lo que buscan ellos es el paradero de los muchachos, con lo que sea y como sea. Lo otro es el tema de hacer justicia. Creo, en ese caso, que el Poder Judicial no ha dejado avanzar en ese punto.
—Han tocado el tema de lo que se llama “reparación del daño”, y lo digo con comillas.
—Sí. Los padres creen que ya es tiempo de una reparación integral, aunque también dicen que eso no implica que dejarán de exigir justicia ni el reclamo de saber dónde están sus hijos. Saben también que se trata de un derecho que tienen.
Don Clemente tiene un tono de voz melodioso. No hay amargura ni tristeza en su timbre. Es otra cosa. Paz, o resignación tal vez. Sí. Habla como aquél que está frente a lo que sabe inevitable. Su mirada en cambio es taciturna, parece fija en un punto impreciso. No es la nada. Es otra cosa. Sólo él sabe.
—¿Cómo han manejado en su familia la ausencia de Christian?
—No encuentro la palabra correcta. La verdad es que no ha desaparecido ese dolor. El dolor lo tenemos como si hubiera sido ayer. Lo tenemos siempre. Muy presente. Es una costra que no ha cicatrizado.
—¿Cuántos años tenía cuando desapareció?
—18 cumplidos. Estaba en la edad escolar. Cuando desaparecieron nuestros hijos también fue otro modo de conocerlos. A Christian le gustaba mucho la vida del campo. Él me decía que cuando fuera profesionista iba hacer composta para regalarle a los campesinos para que ya no usaran fertilizante.
Su casa es una casa típica de esta parte de Guerrero. Adobe y teja sostenida con fajillas de madera y dos caballetes (uno de hierro y otro un gran tronco de árbol) que atraviesan a lo largo y ancho la vivienda. Alguna vez la casa toda fue de carrizo. Es una sola pieza grande. En algunos pueblos aún se estila así. Una pieza grande con camas apenas separadas por un ropero o sarapes como cortinas. Acaso una separación de triplay.
Un par de costalillas de maíz están pegadas a la pared de la entrada. En la esquina derecha del fondo de la casa hay una mesita con la imagen de una virgen y otros santos con flores frescas. Retratos de familia cuelgan en la pared izquierda que se ven luego al entrar y otro altar con santos y flores. Christian cuando salió de la secundaria. Christian cuando tenía ocho meses y, recuerda don Clemente, sobrevivió a una infección de cólera. Fotos de graduación de dos de sus hermanas. Don Clemente y doña Luz el día que se casaron. En medio hay sillas que hacen de recibidor. En una de esas está sentado don Clemente.
Doña Luz anda en las labores de la casa. A sus 49, es menor siete años que su esposo, luce jovial. Viste unos jeans, una blusa clara, y es apenas más baja que su marido. Tiene un tatuaje que aún luce fresco en el antebrazo izquierdo con el 43 y el nombre de su hijo. Lo mostrará hacia el final de la entrevista cuando don Clemente le pida que se integre.
Son tres hijas, cuatro con Christian. Dos terminaron de maestras de telesecundaria. Tienen dos nietos pequeños, hijos de la mayor, apenas de tres y cuatro años: Alexander e Iván Alonso. Cuando don Clemente estaba en la parcela llegaron en una motoneta manejada por el padre de ambos, un muchacho de unos 28 años; tal vez los que tuviera hoy Christian. Es la única vez que don Clemente rio de manera franca. Los chicos le hacían todo tipo de travesuras, sobre todo el más pequeño, y él sonriendo se la regresaba. Juntos, corriendo, jugando el lodo parecen una clara esperanza de un nuevo comienzo.
—Cuando todo esto empezó —dice— mis hijas estaban chicas. Mija la mayor se deprimió. Nos dijo “no, yo ya no quiero estudiar”. Mi esposa luego le decía: “no, échale ganas a estudiar. Para cuando llegue Christian vea el esfuerzo que has hecho de ser alguien”.
Y siguió.
En la cocina que está al fondo de la casa se oye un tráfago propio. Gente entra y sale. Vienen a comprar tortillas hechas a mano que ya no hace doña Luz sino su suegra, doña Cristina, madre de don Clemente. Una anciana enjuta que pasó un par de veces por en medio sin hacer el mínimo ruido al caminar. Por ella es que Christian se llama así. Doña Luz dejó de hacer tortillas desde que se ocupó más en las labores de búsqueda y de brigadeo, aunque también porque cargaba dos cubetas de nixtamal todos los días hacia el molino y le salieron dos hernias. Ya no puede cargar.
—¿Cuánto es el mayor tiempo en que han estado fuera?
—Un mes, cuando empezó todo. Esta última temporada aquí en México, unos 15 días. En plantones hemos durado una semana.
—¿Va solo y doña Luz se queda cuidando a las hijas?
—He ido solo. Porque cuando íbamos los dos se queda uno pensando.
—¿Antes del 26 de septiembre de 2014 cómo era su vida?
—Normal, común. Vendía agua de garrafón. Terminando de vender me dedicaba a mis animalitos para engordarlos. Tenía mis porquerizas; tenía mis gallinas. Y mi esposa vendía tortillas. Era un dinero extra para darles estudios a los hijos.
—¿Ha sentido el paso de los años?
—Sí, ya no es igual. Antes del 2014 yo hacía mucho deporte. Jugaba basquetbol, salía a correr. Corría desde el internado (Cienfuegos I Camus, en las afueras de la ciudad) hasta la presa (en la entrada viniendo de Chilpancingo). Cuando vendía agua de garrafón en la camioneta, a veces alguna calle estaba cerrada; pues agarraba dos garrafones, uno en cada mano, daba la vuelta dos cuadras. Y ahorita agarro dos garrafones, doy dos pasos y ya me canso.
Antes del 26 de septiembre de 2014 Guerrero ya vivía una calamidad. Sólo de enero a septiembre de ese año, de acuerdo con datos obtenidos en el Servicio Médico Forense, se tuvo un registro de 240 rescates de cuerpos de fosas clandestinas. Desde 2011 a la fecha, según la organización Los otros desaparecidos, se tiene registrados 2 mil 620 desaparecidos. Una crisis humanitaria en toda regla. Sólo en 2010, en un respiradero de una mina en Taxco, cerrada por una huelga de los obreros que se mantiene hasta la fecha, se rescataron 54 cuerpos en una semana.
“Nadie se animaba a reclamarlos porque la misma autoridad ministerial criminalizaba a las familias; revictimizaba a las víctimas. Era común que te dijeran ‘en qué andaría su familiar’ o, ‘señora, mejor ni le mueva porque usted puede correr la misma suerte’”, dice Adriana Bahena Cruz, coordinadora de esa organización con sede en Iguala.
Lee también Blindan calles del Zócalo CDMX tras jornada de manifestaciones a 10 años del caso Ayotzinapa
—¿Cómo cambió todo esto el caso de los 43?
—No fue en sí la desaparición de los 43 normalistas tanto como la lucha, la insistencia de sus padres por hallarlos lo que cambió todo. Todos los que teníamos a algún familiar desaparecido, esposos, padres, hijos, hijas, nos armamos de valor y salimos de las sombras para gritar que eso no era nada nuevo; que ya estaba pasando desde hacía mucho en Guerrero.
Una cosa llevó a otra y ésta a otra, dice Adriana Bahena. Ella tiene desaparecido a su esposo desde 2011 y le quedaron dos hijos que ahora son unos jóvenes. “Esa es otra tragedia, los niños huérfanos que se quedan sin padres. A veces la madre decide volver a casarse y los niños quedan con los abuelos, sí, pero sin dinero”. Entonces, dice, su organización empujó la identificación de un artículo en el código penal para algo que llama “reconocimiento de presunción de muerte” que se aplica cuando un desaparecido en contexto de una guerra no ha logrado ser hallado en el transcurso de seis meses.
Eso permitió que muchas mujeres que quedaron solas con hijos pudieran reclamar una pensión por viudez en el Seguro Social. Antes eso era imposible porque solicitaban un acta de defunción, “y cómo la obteníamos si no había cuerpo, no había modo de que eso pasara. Pues salir, decir ‘también nosotros aquí estamos’, nos permitió tener ese reconocimiento y no en beneficio de nosotras como madres sino de los hijos que muchas veces tienen, incluso, que dejar la escuela”.
—¿Ese es de los principales logros en estos 10 años?
—Sólo uno de tantos. Primero lograr que el gobierno reconociera la tragedia que se estaba viviendo. Se logró que nos hicieran caso. De ahí no paró. Vino la Comisión de Víctimas; la Ley General de Víctimas. Se logró que hubiera protocolos de investigación, de búsqueda y de rescate de restos humanos. Se creó todo un marco jurídico para tratar esta tragedia. Se crearon los Centros de resguardo forense, de tal modo que los cuerpos sin identificar no fueran a parar a la fosa común y de allí al olvido por siempre. También que se diera un trato digno y humano a los cuerpos sin identificar, muchos de los cuales estaban apilados en los frigoríficos de los Semefos del país.
—¿Qué falta hacer para que esto termine?
—Mucho. Primero en Guerrero —dice desde Iguala—, de donde son los 43 normalistas desaparecidos de Ayotzinapa, no hay Ley de desaparecidos. Esta legislatura local que ya se va ahora en septiembre dejará ese tema pendiente. Y mucho más. Estamos ante un problema que es como un pulpo. Hay que reparar el tejido social. Y no solo por decirlo. Hay que darle a esos hijos de desaparecidos prevención en adicciones, asistencia sicológica. Decirles ‘no importa lo que hayas pasado, sino lo que estás por pasar’. Se tiene que buscar que haya verdad, justicia y no repetición de esos círculos de violencia y crimen.
—¿Tuvieron algún acercamiento con los padres de los normalistas desaparecidos?
—Sí, pero de inmediato nos dimos cuenta que teníamos objetivos diferentes. Nosotros les dijimos: ‘les ayudamos a buscar a sus hijos. Tenemos técnicas para cerros y despoblados’. Sólo que ellos, nos dijeron, los buscaban vivos. No pudimos hacer más que desearles suerte.
—¿Cuánto tiempo más, cuánto más habrá de pasar para que esto acabe?
—Lo veo a largo plazo. Creo que ni a mí me va a tocar verlo. Tal vez a mis hijos o quizás a mis nietos. Pero tenemos que empezar a trabajar si queremos que eso ocurra.
Lee también Crimen llegó y ya no se fue de Iguala
—¿Cómo han sido estos 10 años de la desaparición de los normalistas? ¿Qué diagnóstico hace? —se le pregunta al abogado Vidulfo Rosales.
—Los primeros cuatro años del gobierno de Enrique Peña Nieto fueron años perdidos. Por un lado el gobierno al querer imponer la llamada “verdad histórica”, basada en tortura, en actos irregulares, pruebas ilícitas, siembra de pruebas; y por otro los padres que no la creyeron y lucharon a brazo partido para demostrar que eso no era así. Perdidos porque se pudieron aprovechar para buscar nuevas pistas e indicios que encaminaran a la verdad”.
Ya con López Obrador, a partir de 2018, “primero hubo coincidencias y empezó la investigación de cero. Con prueba limpia, legal, nueva. Objetiva. Todo fue bien. Desde el 2018 al 2021 hubo avances significativos. Se volvió a consignar a los detenidos y se logró la detención de casi la mitad de los que habían sido liberados por las irregularidades en el antiguo proceso. Lo otro que se logró fue identificar a dos estudiantes desaparecidos: Joshivani Guerrero de la Cruz y Christian Alfonso Rodríguez Telumbre”. Antes ya se había identificado a Alexander Mora Venancio. Son tres en 10 años los estudiantes que se han logrado encontrar.
Sólo que la reposición del proceso y de las investigaciones fueron apuntando poco a poco al Ejército, dice Vidulfo. Tanto que en agosto de 2022 el fiscal especial Omar Gómez Trejo ejecutó acción penal contra 20 militares. “Cuando ocurrió esto hubo una reacción del Ejército enérgica y el presidente zigzagueó frente a la presión militar y terminó cediendo. Al final se obligó a Omar Gómez a que se suspendieran 16 de las 20 órdenes de aprehensión. Hubo todo tipo de presión a Omar Gómez para que abandonara la fiscalía especial”. Lo que al final ocurrió.
—¿En qué momento está la investigación?
—Se volvió muy espinoso el tema de los militares. Los padres de familia siguen exigiendo que se haga justicia. Que los militares cumplan y que entreguen la información que tienen ellos en sus archivos, y que se les investigue. Por todo esto creemos que es un cabo suelto que no se debe dejar pasar, que tiene que cerrarse ese círculo a través de una investigación exhaustiva. Este punto nos ha traído mucha confrontación. Eso vino a descomponer la relación con el presidente de la República. Del 2023 para acá el presidente ha estado descalificando a las organizaciones de derechos humanos, a un servidor. Y ahora ha esgrimido una narrativa en la que nos culpa de obstruir la investigación. Así que ya no ha habido avances.
Suena su teléfono, don Clemente se disculpa para responder. Queda un silencio. Al fondo de la casa, en la cocina, las personas que pasaron hace un momento guardan silencio también. Saben que don Clemente está en medio de una entrevista. Sólo el discreto ruido de un niño que llegó con la visita se oye quedo mientras él atiende el teléfono. La pausa es aprovechada. Doña Luz pasa por en medio hacia la calle. Va a un mandado, y una de sus hijas sale de una de las separaciones de la pieza para comprar a una doña que llegó a vender frituras.
La vida transcurre en aparente normalidad en esta casa.
—¿Cómo recibieron la noticia de que los muchachos no aparecían aquél 26 de septiembre? —se le pregunta una vez que cuelga la llamada.
—Nosotros estábamos en nuestras casas. Y nos avisaron en la noche. Fuimos a la escuela. Uno pensaba que iban a llegar pronto. Fue una toma de autobuses y si los encerraron, pues deben estar en barandillas. Esa era la forma de pensar de uno. No nos espantamos porque son actividades que los chavos hacen. Nos venimos de madrugada para la casa. Tuvimos que esperar hasta el otro día temprano. Nos organizamos los pocos padres que llegamos a la normal y nos fuimos a Iguala a pedir información. Nosotros llegamos pensando todavía que estarían en barandillas. Cuando estábamos de regreso aquí en la casa, platicábamos con mi esposa, con mis hijas, y nos preguntábamos qué es lo que estaba pasando.
—Y luego se les da la versión del basurero de Cocula.
—Sí. Cuando llegamos a ese lugar —recuerda— pareció que nos dieron una puñalada por la espalda porque de veras pensamos que ahí los habían matado a todos. Pero nos hicimos muchas preguntas y se derrumbó esa mentira. Ganamos esa parte.
Desde ese tiempo para acá no sólo don Clemente, todos, han pasado por mucho. Su resistencia a la resignación, su resistencia a las ofertas de “reparación del daño”. De eso dice que el conjunto de padres de familia no dice que no, pero primero verdad y justicia y después lo otro. “Ese ya sería otro tema”. Y luego las ofertas de dinero de parte del exgobernador Ángel Aguirre. “Hasta aquí vino gente de parte de él para ofrecernos dinero. La corrimos. Le dijimos que nuestros hijos no tenían precio”. Vidulfo también recuerda que en una ocasión llegó Felipe de la Cruz a una asamblea “con un maletín con 120 mil pesos de parte de Pedro Segura para repartirlo entre los padres. Desde luego, lo rechazaron”.
Lee también Recapturan a “El Cepillo”, testigo clave en la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa
—¿Cómo ha sido el trato entre todos los padres de familia?
—Después del 2014 nos empezamos a organizar. Hacer actividades, difusión, ir a las universidades. Dejamos nuestros trabajos para contar lo que había pasado. Muchos compañeros se dedicaban a la albañilería, otros al campo. Cada quien dejó su trabajo y nos concentramos en la escuela para organizarnos cómo íbamos a hacerle. Nadie es el mismo de antes. Otros padres han agarrado otro camino más fácil, donde se han vendido —dice en referencia a los cuatro padres de familia que se coordinan con el exvocero Felipe de la Cruz.
—¿Entre su colectivo no han organizado terapias o algo parecido para poder sobrellevar el caso?
—No, no se ha dado eso. Se nos han acercado personas a solidarizarse para llevar esta vida que llevamos. Algunos compañeros, los que somos más cercanos, hemos platicado de la situación. Nos vamos dando uno y otro el ánimo de seguir adelante.
“En esta lucha de alguna manera se sacan fuerzas. No sé de donde salen, yo creo que por el amor a nuestros hijos. Mis propias hijas han sido también una fortaleza. Mis nietos que también nos vinieron a dar una alegría. Se hace cualquier cosa con tal de que haya una verdad y una justicia. El recuerdo de ellos nos hace ser insistentes en su aparición. Creo que todos los padres y las madres también piensan así. A veces llegan momentos de debilidad. Nos sentimos a veces destrozados. Tanto yo, mi esposa Luz, mis hijas. A veces con mi esposa platicamos. Una vez le conté a ella. Me fui, aquí mismo, luego me voy al terreno a platicar conmigo mismo. “¿Por qué a mí?”, me pregunto. A veces mi esposa me ha encontrado llorando”.
—¿Qué sentido le ha dado usted a lo que ocurrió hace 10 años con sus hijos?
—Entre nosotros nos hemos hecho miles de preguntas. Haciendo un análisis del 2014 hasta esta fecha decimos ‘si ya fuimos en búsqueda, ya fuimos a preguntarle a la gente, nos dio información y la mente todavía sigue, no dudando… Para mí que el Ejército los tiene adentro. Para mí. No es como dice el gobierno que los mataron a todos. Nosotros señalamos que el Ejército es culpable, Ángel Aguirre es culpable, José Luis Abarca es culpable.
—¿Qué perspectiva tienen del caso?
—Yo he platicado con mi esposa. Le digo: ‘sabes qué, ahorita ya viene el otro nuevo gobierno. Si en el primero no pudimos lograr nada, cuando pensamos que íbamos encontrar algo, que él (el presidente) iba encontrar algo, en este segundo menos —le digo—. Y creo que con la nueva presidenta va ocurrir lo mismo. Así nos van a ir sobrellevando y así nos vamos a ir muriendo. Nos vamos a ir acabando de uno por uno, nos vamos a ir muriendo de a uno por uno’ —le digo—. A veces, también, he platicado con mi esposa y le digo: ‘estoy desesperado’, cansado, fastidiado de que los gobiernos se burlen de nosotros, que nos sigan llevando y trayendo con puras reuniones para que nos digan siempre lo mismo. No sacamos absolutamente nada.
—¿Ese hartazgo que sienten no lo han hecho saber?
—No, pero creo que si no lo hacemos ver para el gobierno mejor. Por eso a veces le he dicho a mi esposa ‘a veces llega el momento como de querer dejar esta lucha porque puras burlas que nos hace el gobierno’. Nada más así nos cargan, de aquí para allá. Nos andan como entreteniendo.
“Vamos a seguir hasta las últimas consecuencias. Hasta donde el cuerpo aguante porque ya no tenemos las mismas condiciones de antes. Hay compañeros que han fallecido, hay compañeros que tienen la diabetes. Están enfermos. Pero como no nos contamos las enfermedades que uno tiene. Yo, por ejemplo, tengo ocho años con un zumbido en el oído —dice y se toca la oreja izquierda—. El vértigo, y no me lo puedo desaparecer, no me lo puedo desaparecer”.
—¿Y ya fue al médico?
—Sí. El médico me dice que se me va a quitar poco a poco. ‘Sal a caminar —me dice—, escucha música’. Dice que es por estrés. Por eso luego me voy al terreno a trabajar.
—¿Y cómo se siente en general?
—Me voy a hacer unos estudios del colesterol y esas cosas. Luego de ahí proviene todo eso.
—¿Cómo está de su azúcar?
—Bien. De la glucosa estoy bien.
rmlgv