En los próximos días el mundo volteará la mirada hacia el Vaticano, esperando el anuncio del nuevo Papa. En la antesala del cónclave, algunos análisis han destacado el hecho de que la designación deriva de un proceso de votación. Insinúan la existencia de un componente democrático en la elección.

Nada más alejado de la realidad. La Constitución Apostólica Universi Dominici Gregis garantiza unidad doctrinal y legitimidad religiosa, pero no pasaría —ni siquiera sucintamente— por los principios y estándares que en el mundo moderno requiere para calificar a un sistema electoral como “democrático”. Veamos.

El padrón electoral incumple los principios de universalidad del sufragio. No sólo porque es una elección indirecta (no vota la feligresía, sino el Colegio de Cardenales), sino porque el cuerpo elector tiene dos exclusiones inadmisibles: no participan mujeres, ni cardenales mayores de 80 años. En las democracias modernas algunos países restringen a sus personas adultas mayores de asumir cargos de representación, pero es totalmente inusual que se les limite del derecho a decidir. Este año 133 cardenales tendrán derecho a participar en la elección.

Sorprende positivamente que el voto pasivo (el derecho a ser electo) sí está abierto a cualquier persona católica. La ilusión se cae al advertir que únicamente los varones pueden ser designados y que —en la práctica— el endogámico Colegio de Cardenales sólo ha electo pontífices de entre ellos mismos.

La ausencia de campañas es agridulce. Al comenzar el Cónclave, todos los cardenales electores son aislados, lo que evita presiones externas. Estas barreras, sin embargo, impiden el acceso a otras fuentes, lo que inhibe el voto informado. Se castigan los pactos previos y la negociación.

El proceso de votación es la parte más interesante. Cada cardenal vota en secreto en una papeleta. Después de escribir el nombre del candidato de su preferencia, el voto se introduce en una urna. Tres escrutadores cuentan los votos. Si alguna persona obtiene dos terceras partes de los sufragios (89 votos), entonces se proclama al nuevo Pontífice. De no ser el caso, la elección deberá repetirse. Se llevarán a cabo cuatro votaciones al día.

Después de 33 votaciones sin resultado, sólo se podrán votar los dos candidatos que hayan resultado finalistas en la ronda previa. Aun en ese caso, se requieren dos tercios para ganar la votación, por lo que el proceso podría prolongarse unos días más.

Es impactante la combinatoria entre ambas lógicas. Por un lado, la repetición de rondas es un eficaz mecanismo de información porque permite a los cardenales conocer las preferencias de sus compañeros e ir abandonando las opciones sin apoyo.

Por el otro, la exigencia de supermayorías asegura una legitimidad reforzada para un cargo vitalicio. El afamado politólogo Arend Lijphart ha explicado que esos “modelos de consenso” surgen cuando se privilegia la unidad del grupo por encima de la competencia.

Pero el principal déficit de la elección papal está en su desapego del principio de transparencia. Los cardenales deliberan en secreto, votan en secreto y juran mantener el secreto bajo pena de excomunión. El resultado de la votación no se publica, por lo que no se sabrá cuántas rondas se necesitaron, qué cardenales recibieron votos ni qué tan reñida fue la elección. Aunque sea blanco, el humo que aparecerá en una chimenea sobre la Capilla Sixtina obscurecerá la trazabilidad y la transparencia del proceso.

El incumplimiento de estándares democráticos es evidente. Por ello es imposible saber si el ¡Habemus Papam! refleja la voluntad del colectivo. Según parece, su lógica es más bien el discernimiento de la voluntad divina y la cohesión de una institución religiosa milenaria.

Analista.

@yuribeltran

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