Nadie debería sorprenderse de que se esté preparando una propuesta de reforma electoral. Las condiciones están dadas. Por un lado, hay un horizonte temporal adecuado, ya que los trece meses que faltan para el inicio del proceso intermedio dan tiempo para una discusión profunda. Por el otro, hay una supermayoría en el Congreso con el peso suficiente para modificar las reglas a su antojo.

No sería inusual. Tras analizar centenas de cambios normativos en la región, el Observatorio de Reformas Políticas de América Latina ha documentado que el motor de muchas de ellas surge precisamente de los intereses de quienes detentan el poder.

Pero aquella fuente no es la única ni la más deseable. Una reforma electoral puede llegar a buen puerto cuando se nutre de recomendaciones académicas y del acompañamiento técnico de quienes administran elecciones e imparten justicia electoral cotidianamente. Es aconsejable, además, que se busquen consensos, para que la lucha por el poder emane de reglas aceptadas por las y los participantes.

Pero ¿cuáles son los objetivos que no se están viendo? ¿Qué otras metas podrían alcanzarse? Sin entrar todavía en las propuestas de solución, apunto parte del problemario más urgente.

Es necesario modernizar la Ley electoral mexicana. Su principal distintivo —el modelo de radio y televisión— data del 2007 y ha quedado obsoleto. Para garantizar equidad, prohíbe a los partidos adquirir spots, pero no se hace cargo de regular el escenario donde hoy verdaderamente se resuelve la propaganda electoral: las redes sociales.

Y es que la consolidación de las plataformas sociales ha traído otros problemas aparejados. La ley mexicana no contiene dispositivos que permitan detectar, prevenir y, en su caso, contrarrestar la desinformación deliberada. Resulta urgente su regulación, ante tecnologías que hacen cada vez más complicado a la ciudadanía distinguir notas reales de aquellas ideadas para engañar.

Un segundo aspecto tiene que ver con el decreciente entusiasmo por participar en elecciones. Este año 25% de la ciudadanía notificada rechazó participar como funcionariado de casilla. Ese hartazgo es incompatible con la tendencia registrada en los últimos años, según la cual los votantes son llamados constantemente a las urnas para expresarse en elecciones, revocaciones de mandato, consultas populares, comicios judiciales y otros instrumentos de participación ciudadana.

Es necesario valorar con seriedad el diseño y puesta en marcha gradual de sistemas de votación electrónica que faciliten la emisión del sufragio. Una eventual reforma electoral debe considerar los 37 estándares internacionales que, al momento, son condición necesaria para un sistema confiable.

Un tercer objetivo tiene que ver con resolver aquellos aspectos donde los actores políticos han rebasado la norma. Hay registros de campañas adelantadísimas respecto al calendario electoral, de espectaculares que promocionan candidaturas simulando anunciar una revista, de representantes de partido que se hacen pasar por observadores y de gastos partidistas que no logran ser detectados. Hay gobiernos que traspasaron su deber de neutralidad.

En cuarto término, es indispensable armonizar al interior la ley electoral. El voto migrante y las elecciones judiciales aparecen como parches en la norma electoral, lo que produce redundancias inaceptables. Si no se resuelve, corremos el riesgo de necesitar en 2027 el doble de casillas.

Por ambiciosa que sea una reforma electoral, no puede darse el lujo de poner en riesgo los niveles de confianza e integridad que han alcanzado las elecciones en México. De ahí que el quinto anhelo debe pasar por mantener y preservar la autonomía de los organismos electorales.

Analista de temas electorales. @yuribeltran

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