La semana pasada, cientos de personas salieron a las calles de la Ciudad de México en una marcha antigentrificación con una exigencia clara: vivienda digna y accesible. No se trató, como muchas conversaciones mediáticas hicieron ver, de protestar contra la presencia creciente de personas extranjeras en colonias populares, sino de evidenciar un problema estructural: en esta ciudad, el acceso a la vivienda se ha convertido en un privilegio. La demanda por vivienda digna no es una consigna abstracta. Hay que decirlo alto y claro: es una exigencia concreta por un derecho básico que implica contar con un espacio habitable, seguro, con servicios adecuados, ubicado en zonas con acceso efectivo a transporte, salud, educación y empleo. La vivienda digna no puede reducirse ni entenderse a tener un techo cualquiera sobre la cabeza, ni tampoco puede desvincularse del territorio. Porque no basta con que exista una casa, sino que esa casa sea habitable, funcional, integrada a la vida urbana. Y, sobre todo, que sea accesible económicamente para quienes la habitan. Esa es la exigencia.

En una columna publicada en este mismo diario, el sociólogo y economista Máximo Jaramillo ya lo advirtió con cifras claras: con datos del primer trimestre de 2025, el precio promedio de una vivienda en México ronda los 1.9 millones de pesos, mientras que el ingreso promedio mensual es de apenas $10,000 pesos. Y eso, sin considerar al enorme porcentaje de la población que trabaja sin ingresos o en condiciones de informalidad. Hacer un cálculo básico nos da una idea del abismo: una persona con un ingreso promedio necesitaría 190 meses —casi 16 años— de salario íntegro, sin gastar ni un solo peso, para poder acceder a una vivienda promedio. Y eso en el mejor de los casos, porque los precios de la vivienda en zonas urbanas como la Ciudad de México superan con facilidad los tres millones de pesos. El panorama es triste y abrumador.

E incluso así, el discurso dominante insiste en hacernos creer que si tan solo dejáramos de gastar en cafés de 80 pesos (o en termos Stanley), podríamos comprar un departamento. Quisiera hacer el mismo ejercicio que en el párrafo anterior: si una persona ahorrara 80 pesos diarios, al año tendría aproximadamente 29,200 pesos. A ese ritmo, le tomaría más de 65 años juntar lo suficiente para comprar una vivienda de 1.9 millones. Es decir, ni renunciando al café diario desde los 18 años hasta la muerte nos alcanza. Me parece que queda suficientemente evidenciado entonces: no es un problema de malos hábitos, sino de un sistema económico que ha convertido un derecho constitucional —el derecho a una vivienda digna y adecuada— en un bien inaccesible para la mayoría.

No es que gastemos mal, es que hay un sistema que nos condena a sobrevivir con ingresos que no permiten siquiera imaginar una vida con estabilidad. El discurso de los "gastos hormiga" funciona como una estrategia de culpabilización individual que desplaza la discusión estructural: salarios de miseria, políticas de vivienda entregadas al mercado, especulación inmobiliaria y modelos urbanos que expulsan a las mayorías hacia las periferias. De nuevo: no es que no sepamos ahorrar, es que no hay ingreso suficiente para vivir, mucho menos para ahorrar.

Y bueno, ante la imposibilidad de acceder a vivienda en las zonas céntricas, la solución que se nos ofrece (como si fuera neutral o algo racional) es simple: “váyanse a la periferia”. Pero esa propuesta reproduce un modelo de segregación urbana profundamente clasista, en el que los sectores con menos recursos son expulsados a los márgenes geográficos, simbólicos y materiales de la ciudad. No es casual: en casi todas las ciudades del mundo, la pobreza se empuja hacia las periferias mientras el poder económico, político y cultural se concentra en los centros. La ciudad se convierte así en un espacio de exclusión y jerarquía: quien no puede pagar, debe desplazarse (literal y socialmente) a las orillas de la vida urbana, donde los servicios son precarios, el transporte es insuficiente y los tiempos de traslado devoran la jornada (no, no todos tenemos las mismas 24 horas, Santi).

Es muy triste y desilusionador, pero no, no vamos a poder comprarnos una casa dejando de comprar café, ni termos Stanley, ni el pan hipsterizado del sábado. Cómete tu pan, cómprate tu café y tu termo si puedes: eso no va a mover la aguja en un sistema diseñado para que, incluso trabajando toda la vida, nos alcance. Esta narrativa del “échale ganas” y del sacrificio individual como vía al patrimonio propio no solo es falsa, sino profundamente violenta. Se alimenta de una ficción meritocrática que ignora la desigualdad estructural, romantiza la precariedad y responsabiliza al individuo por los fracasos de un modelo que privatizó el derecho a la vivienda. No se trata de tomar mejores decisiones de consumo; se trata de cuestionar un orden económico que hace imposible vivir con dignidad, incluso si hacemos todo “bien”. Lo que necesitamos no son consejos financieros, sino una transformación radical del modo en que se produce, distribuye y habita la ciudad.

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