El pasado domingo 1 de junio se celebraron, por primera vez en la historia de México, elecciones para designar a quienes integrarán el Poder Judicial. La magnitud de este hecho es, sin duda, incuestionable: un nuevo espacio de participación política se ha abierto, dicen algunos, un auténtico ensanchamiento de la democracia. Otros, menos entusiastas, sostienen que esta elección no es sino el más reciente síntoma de la deriva autoritaria que supuestamente amenaza al país.
No comparto esta última interpretación: reducir toda expansión de la democracia a un signo inequívoco de autocracia es, cuando menos, una simplificación peligrosa. Sin embargo, tampoco creo que el argumento del ensanchamiento democrático pueda sostenerse sin matices. Porque si, en efecto, estamos ante una ampliación del demos —si el derecho a elegir jueces, magistradas y ministras se presenta como un acto de profundización ciudadana—, ¿cómo explicar la persistente exclusión de las personas privadas de la libertad sin sentencia, a quienes ya se les ha reconocido ese derecho en el plano histórico y jurídico?
Aquí emerge una paradoja inquietante. El discurso que celebra el voto como un acto de inclusión política olvida, o acaso justifica, la exclusión sistemática de aquellas voces que permanecen sofocadas tras los muros. ¿No es precisamente esta omisión la negación del principio mismo que se proclama?
La contradicción es más que un desajuste normativo; revela una herida en el corazón mismo de la democracia. Quienes están sujetos, de manera más directa e inmediata, a las decisiones del poder judicial —las personas privadas de la libertad— no participan en la elección de quienes administran y encarnan ese poder. Se trata de una paradoja de carácter filosófico y político: la democracia, cuyo núcleo normativo consiste en que todas las personas afectadas por las decisiones colectivas puedan participar en su formación, olvida precisamente a quienes más necesitan ser escuchadas. Este vacío, más que un defecto técnico, constituye un déficit de legitimidad que hiere la idea de ciudadanía como co-decisión y corresponsabilidad.
El Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, en la sentencia SUP-JDC-352/2018 y SUP-JDC-353/2018 acumulado, emitida el 20 de febrero de 2019, reconoció de manera explícita el derecho al voto activo de las personas en prisión preventiva. Los actores que impulsaron esta demanda —personas tsotsiles recluidas en el Centro Estatal de Reinserción Social “El Amate”, en Chiapas, sin que exista sentencia firme en su contra— señalaron con claridad la contradicción que supone negarles el sufragio: su inocencia no ha sido desvirtuada, y sin embargo, la omisión del Instituto Nacional Electoral de adoptar medidas que garantizaran ese derecho les privaba de una forma básica de participación política.
Suspender de manera automática la ciudadanía de las personas procesadas y privadas de su libertad preventiva implica un doble olvido: el del Estado, que los margina de los derechos civiles que les corresponden; y el de la sociedad, que los excluye de la deliberación colectiva. Esta negación no es neutra: es un acto de estigmatización y una forma de invisibilización que fractura la promesa de la democracia que decimos defender.
Porque la privación preventiva de la libertad —antes de toda sentencia— no debería despojar a nadie de su estatus jurídico de ciudadanía. Cuando lo hace, cuando cercena el derecho al voto, niega la posibilidad de participar en la toma de decisiones que afectan tanto el interior de las prisiones como el exterior de la sociedad. Y, en última instancia, empobrece la calidad deliberativa de la comunidad política, pues una democracia, si es algo más que la mera sucesión de urnas y campañas, exige la presencia de todas las voces.
En este punto, resulta necesario detenerse en la relación que la democracia guarda con el castigo y la lógica punitivista. El castigo, lejos de ser un mecanismo que refuerza la comunidad política, se convierte, a menudo, en el dispositivo que la fragmenta. Bajo la promesa de preservar el “orden” —un orden de raíz hobbesiana, sostenido en la fuerza y la exclusión—, la democracia se retuerce para justificar la marginalidad de quienes ya han sido apartados. Sin embargo, una democracia que encuentra en la exclusión su forma de mantener la cohesión social traiciona la promesa de igualdad política que le da sentido.
Yo, en lo personal, creo que los argumentos que reconocen el derecho al voto de las personas privadas de la libertad sin sentencia constituyen apenas el punto de partida de una discusión más amplia. Si, en verdad, queremos hablar de reintegración y restitución de derechos, debemos atrevernos a imaginar una comunidad política que incluya a las personas privadas de la libertad en toda su complejidad. No sólo como sujetos que pueden votar, sino también como sujetos que pueden ser votados. No sólo como quienes opinan sobre lo que ocurre tras los muros, sino como quienes participan de manera directa en las decisiones que configuran tanto el mundo dentro como el mundo fuera de ellos.
Una democracia auténtica no se mide únicamente en la prolijidad de sus urnas, sino en la valentía de incluir a quienes han sido históricamente silenciados. Sólo así, y no de otro modo, podremos decir, sin reservas, que el ensanchamiento de la democracia es más que un lema: es una realidad que atraviesa los muros y que dignifica, sin excepción, a todos sus miembros.
Ytzel Maya
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