Analizar las implicaciones de la prisión preventiva oficiosa para los derechos humanos en nuestro país no es una mera “divagación teórica”, como enuncia el comunicado de la CNDH del día 11 de enero de 2025. En el comunicado, la CNDH afirma que los avances en materia de seguridad han atendido las causas (un lema que ha repetido la ahora presidenta Claudia Sheinbaum desde su campaña), pero que, sin embargo, los fallos materia judicial han seguido siendo un obstáculo para la implementación de la estrategia de seguridad pública. Ante ello, sigue el comunicado, la CNDH hace una extensiva defensa de la figura que conocemos como “prisión preventiva oficiosa” que, ya sabemos, no es más que mandar a la cárcel a las personas de forma automática. Aquí es donde debo diferir: una estrategia de seguridad pública que atienda las causas no puede estar sostenida en la prisión preventiva oficiosa porque la cárcel no resuelve problemas estructurales.

La CIDH lo ha reafirmado en varias sentencias (el lectora y la lectora pueden revisar, por ejemplo, el caso García Rodríguez y otro vs. México): la prisión preventiva oficiosa es violatoria de derechos humanos. El comunicado de la CNDH, de forma anticientífica, afirma que la reforma en materia de prisión preventiva oficiosa “considera el respeto a los derechos humanos”. Afirmar esto es intentar sostener una mentira sobre un oxímoron. Y aquí radica la contradicción fundamental: la prisión preventiva oficiosa y los derechos humanos operan en planos conceptuales y normativos opuestos (más adelante conversaré sobre la prisión misma como aparato de control social de las desigualdades y derechos humanos).

La prisión preventiva oficiosa, en su diseño mismo, transgrede principios básicos del derecho penal garantista, como la presunción de inocencia y la excepcionalidad de la privación de libertad. Cuando se impone de manera automática, sin valorar las circunstancias individuales del caso ni garantizar el derecho a una defensa adecuada, se transforma en un mecanismo de castigo anticipado, más que en una medida cautelar orientada a proteger los fines del proceso penal.

El oxímoron que planteo "prisión/derechos humanos" revela una incompatibilidad intrínseca: la cárcel, como institución, está concebida históricamente como un espacio de exclusión, disciplinamiento y control, más que como un lugar que garantice o respete derechos fundamentales. Lejos de atender las causas estructurales de la inseguridad —como la desigualdad, la falta de acceso a la justicia y la corrupción institucional—, la aplicación indiscriminada de la prisión preventiva refuerza las dinámicas de desigualdad y reproduce un sistema punitivo que criminaliza la pobreza y la vulnerabilidad social.

Defender la prisión preventiva oficiosa desde un discurso que se autoproclama defensor de derechos humanos es, en términos jurídicos y éticos, insostenible. Es intentar amalgamar dos lógicas opuestas: la lógica del encierro, que deshumaniza y restringe libertades, con la lógica de los derechos humanos, que busca la dignidad, la igualdad y el respeto. Este oxímoron no solo desacredita el principio rector de los derechos humanos como límite al poder del Estado, sino que normaliza la idea de que el autoritarismo penal puede convivir con un estado de derecho, una premisa que, en la práctica, conduce al debilitamiento del tejido democrático y al fortalecimiento de un régimen de control y exclusión sistemáticos. Ahí el peligro de una defensa de la prisión preventiva oficiosa desde una institución que debería estar defendiendo los derechos humanos.

Esto nos tendría que llevar, me parece, a una interrogante crucial: ¿cómo hemos llegado, como sociedad, a sostener la idea de seguridad sobre una noción de castigo, y no sobre la garantía de justicia? ¿Por qué seguimos creyendo que el encarcelamiento automático, desprovisto de análisis individualizado y respeto a los derechos humanos, puede ofrecer soluciones reales a problemas complejos como la violencia y la desigualdad? El castigo ha sido erigido como un pilar de la seguridad, no porque sea efectivo, sino porque responde a una necesidad simbólica de control y retribución, perpetuando la ilusión de que el encierro de cuerpos vulnerables equivale a la contención del crimen. Esta visión no solo ignora las causas estructurales del delito, sino que además refuerza un sistema que normaliza la exclusión, la desigualdad y la deshumanización como herramientas de orden social. ¿Qué tipo de sociedad estamos construyendo si seguimos confundiendo justicia con castigo? Y más importante aún, ¿cuándo comenzaremos a entender que la verdadera seguridad radica en la garantía de derechos y no en su restricción?

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.
Google News

TEMAS RELACIONADOS