Ayer, 17 de mayo, se conmemoró el Día Internacional contra la Homofobia, la Transfobia y la Bifobia. No se trata de una efeméride menor ni de una simple jornada de visibilización en el calendario global de los derechos humanos. La fecha recuerda un hito que marcó un antes y un después: el 17 de mayo de 1990, la Organización Mundial de la Salud eliminó oficialmente la homosexualidad de su lista de enfermedades mentales. Ese gesto, que podría parecer meramente técnico o burocrático, fue en realidad un acto profundamente político. Reconocía, al fin, que las identidades sexo-genéricas no normativas no son una patología, sino una expresión legítima de la diversidad humana. Desde entonces, esta fecha se ha convertido en una plataforma de denuncia y de memoria, en un espacio colectivo para alzar la voz contra las múltiples formas de violencia —física, simbólica, institucional— que aún se ejercen contra las personas LGBTIQ+ en todas las latitudes.
Pero mientras conmemoramos esta fecha, la realidad nos confronta con una paradoja: en pleno siglo XXI, asistimos al retorno —o quizá a la reinvención— de los discursos de odio. La derecha global, lejos de limitarse al reducto marginal del extremismo, ha sabido reconfigurarse, adaptarse al lenguaje de las redes, camuflar su intolerancia bajo retóricas de una supuesta “libertad” y moralidad. En este nuevo orden discursivo, la diferencia vuelve a ser objeto de sospecha; la diversidad, una amenaza; y los derechos, un privilegio indebido. Se ha vuelto común escuchar sobre la deslegitimación de las luchas feministas, el desprecio por las identidades trans, la ridiculización del lenguaje inclusivo. El odio ya no grita desde las esquinas: ahora sonríe desde los noticieros, susurra desde los púlpitos, se desliza en algoritmos diseñados para amplificar lo que divide. Y es, entonces, necesario notar que la aceptación social de estas narrativas no es accidental: es síntoma de una crisis más profunda, donde la reacción se presenta como sentido común y el autoritarismo, como salvación.
Pienso, con inquietud, en cómo este viraje no es solo político, sino ontológico: se está erosionando, poco a poco, la posibilidad misma de imaginar una sociedad sustentada en la igualdad radical. La reacción ha logrado algo más que el retroceso de derechos; ha instalado un malestar epistémico, una sospecha sobre lo que puede o no ser considerado humano, vivible, legítimo. Como persona LGBTIQ+, me ha tocado experimentarlo. La violencia ha mutado, sí, pero no ha desaparecido. Solo ha cambiado de ropaje: ahora se disfraza de opinión, de debate válido, de corrección necesaria. Y mientras tanto, nuestras existencias siguen siendo puestas en duda, nuestros cuerpos regulados, nuestras voces desacreditadas por quienes, con aire de falsa neutralidad, exigen “tolerancia” pero niegan dignidad.
Uno de los desplazamientos más insidiosos que he observado en los últimos años es esta creciente narrativa según la cual vivimos en una era de censura, en la que “ya no se puede decir nada”. Bajo esta consigna, se reclama el derecho a enunciar discursos que excluyen, violentan y jerarquizan, como si el reconocimiento de otras vidas implicara una pérdida intolerable de privilegios. El lenguaje de la libertad ha sido capturado por quienes, como advertía Judith Butler, se resisten a reconocer que el poder de la palabra no es neutro, sino performativo: produce realidad, marca cuerpos, organiza mundos. Hannah Arendt lo vio venir décadas atrás, cuando advirtió que la mentira sistemática en política no busca convencer, sino desorientar; no busca disputar la verdad, sino minar la posibilidad misma de distinguirla. Así, se ha vuelto habitual que quienes promueven discursos abiertamente antiderechos se presenten como víctimas de un supuesto linchamiento moral, cuando en realidad gozan de plataformas amplificadas, de micrófonos cómplices, de un aparato cultural que les celebra bajo la etiqueta del “disenso legítimo”. Pero no hay legitimidad en la negación del otro. No hay neutralidad posible frente a quien niega el derecho a existir.
En este contexto, hablar de falsa neutralidad no es un gesto retórico, sino una urgencia ética. Porque el lenguaje, lejos de ser un campo aséptico de intercambio de ideas, es terreno de disputa. Lo que hoy se presenta como un debate abierto sobre “valores tradicionales” o “libertad de conciencia” es, en realidad, una estrategia discursiva que busca reconfigurar el odio como opinión y el privilegio como derecho vulnerado. Se ha vuelto común que quienes cuestionamos estas narrativas seamos acusados de intolerancia, como si la defensa de nuestra existencia equivaliera a una forma de censura. Pero no hay simetría posible entre quien quiere existir y quien quiere negarlo. Resistir, entonces, es no ceder en el lenguaje. Es nombrarnos con orgullo, construir comunidad, habitar lo político desde el cuerpo que disiente. Ayer, como cada 17 de mayo, recordamos que nuestras vidas no caben en el margen que nos asignaron, y que la dignidad no se negocia. Frente a un mundo que insiste en relegarnos al silencio, responderemos con más palabras, más alianzas, más memoria. No por nostalgia del futuro, sino por la urgencia del presente.