El fin de semana pasado mis amigos y yo nos reunimos para ver (de forma irónica) la polémica película Emilia Pérez. Una de las imágenes a las que reaccioné con un levantamiento de cejas, seguido de un audible “¿qué?”, fue aquella en la que el grupo del entonces llamado “El Manitas” parece tener afincado un punto de reunión y festejo en un monte lejano, en alguna ubicación muy poco probable y creíble de la Ciudad de México. Quienes hemos estudiado estos temas y quienes han sufrido la violencia criminal en México sabemos que estas son escenas de una caricatura sin sentido. La forma en que el fenómeno de la violencia es entendido desde el extranjero evidencia una profunda desconexión con las realidades que enfrentamos. Estas narrativas suelen trivializar un contexto de sufrimiento, desigualdad y pérdida.

Sin embargo, lo más alarmante es que esta visión reduccionista no se limita al ámbito del entretenimiento; también se filtra en las políticas bilaterales internacionales, en donde —ahora vemos— se toman decisiones basadas en una comprensión limitada del problema. El cine, como en el caso de Emilia Pérez, ofrece un ejemplo claro de cómo la falta de empatía se convierte en espectáculo, ignorando las vidas y las dinámicas complejas que subyacen a los hechos violentos. Pero más allá de las pantallas, esta falta de sensibilidad permea en estrategias de cooperación que priorizan el control militarizado en lugar de atender las raíces socioeconómicas y políticas de la violencia. La visión distorsionada de la violencia en México no solo es un reflejo de incomprensión, sino también un obstáculo para la construcción de políticas justas y eficaces.

Trump lo advirtió y lo hizo realidad: emitió una orden ejecutiva para que ciertos “cárteles de drogas” mexicanos sean considerados como organizaciones terroristas extranjeras. Esto no es una sorpresa. Es una discusión que lleva bastante tiempo en debate dentro del partido republicano y en las mismas bases de seguidores del ahora presidente. Varios colegas admirados ya han analizado las implicaciones en temas de seguridad que podría tener esta orden. La lectora y el lector pueden encontrar el , por ejemplo, de Jorge Peniche Baqueiro en Nexos, o artículo de El País con valiosas reflexiones de Carlos Pérez Ricart y Oswaldo Zavala. Así que en este espacio quisiera reflexionar sobre los conceptos y las definiciones necesarias para tener un debate teórico respecto a esta orden ejecutiva.

La lectora y el lector deben saber, en primera instancia, que estoy completamente en desacuerdo con esta orden ejecutiva emitida por el presidente Trump por una cuestión teórica importante: los llamados “cárteles de drogas” (que a partir de aquí nombraré como grupos del crimen organizado) no pueden ser entendidos en nuestro contexto como organizaciones terroristas. Es necesario también aclararlo: un grupo terrorista no es igual a grupos que emplean tácticas de terror. Una orden ejecutiva como esta que implica la reconfiguración de las políticas de seguridad binacionales no puede estar basada en un error teórico. El error tiene tras de sí esta falta grave de entendimiento de la violencia en nuestro país. En este texto me concentraré en dos cuestiones importantes para establecer estas diferencias: las motivaciones de los actores y el rol de la población civil no armada.

Las motivaciones de los actores en los grupos terroristas y en las organizaciones del crimen organizado son profundamente distintas, y esta diferencia radica, en esencia, en dos aspectos fundamentales: uno económico y otro político (que, ojo, se desdibujan en un continuo de gradientes). Mientras que los grupos terroristas suelen estar impulsados por objetivos ideológicos, religiosos o políticos, que buscan transformar y subvertir el orden social o sustituir al Estado, los grupos del crimen organizado tienen como motor principal la acumulación de riqueza mediante actividades ilícitas. En el caso de México, aunque es cierto que los grupos del crimen organizado han desarrollado mecanismos de control que la literatura denomina gobernanza criminal, su finalidad no es establecer un nuevo orden político ni tomar el control total del Estado, sino coexistir con él de manera estratégica. Esta coexistencia no se explica desde una lógica de suma cero, donde uno existe a costa del otro, sino desde una relación más compleja y funcional: el crimen organizado en México opera porque el Estado, de manera deliberada o por omisión, lo permite.

La noción de que los cárteles podrían ser asimilados a grupos terroristas ignora estas dinámicas y simplifica la relación entre el Estado y el crimen organizado, reduciéndola a un enfrentamiento polarizado que no se sostiene empíricamente. De nuevo: en México, el crimen organizado no busca eliminar al Estado, sino aprovechar sus estructuras, ya sea mediante la corrupción, la captura de instituciones o incluso la provisión de servicios donde el Estado está ausente. Este tipo de relación evidencia que los cárteles no están interesados en deslegitimar o destruir al Estado, sino en operar bajo su sombra, beneficiándose de su existencia y, en muchos casos, de su debilidad.

Las diferencias entre los grupos terroristas y las organizaciones del crimen organizado también son evidentes en el rol que le atribuyen a la población civil. Los grupos terroristas suelen considerar a los civiles como herramientas para avanzar en su agenda política o ideológica, recurriendo al miedo, el control coercitivo o la manipulación para ganar legitimidad o atención internacional. En contraste, el crimen organizado en México tiende a interactuar con la población civil a través de estrategias de cooptación y negociación. Esto es algo mucho más complejo, en realidad. Ante la percepción de una ausencia del Estado —que en realidad es más bien una presencia limitada o funcionalmente interesada—, las comunidades en muchos casos desarrollan relaciones ambivalentes con el crimen organizado, llegando incluso a otorgarles una aprobación “positiva”. Esta aprobación no proviene de una afinidad ideológica, sino de la percepción de que los cárteles llenan vacíos que el Estado deja sin atender: la provisión de seguridad e, incluso, servicios básicos. ¡Pero cuidado!, esta relación está lejos de ser idílica; se trata de un vínculo pragmático que refleja las desigualdades estructurales y la falta de confianza en las instituciones, más que un apoyo genuino a las actividades criminales.

Partir de definiciones erróneas para desarrollar políticas de seguridad no solo es teóricamente insostenible, sino que resulta, por lo menos, profundamente cuestionable en términos prácticos. Este enfoque reduccionista no solo desvía la atención de las complejas dinámicas sociales, económicas y políticas que sostienen al crimen organizado, sino que también corre el riesgo de militarizaraún más la seguridad pública y aumentar el costo letal de la violencia. Si las políticas de seguridad no están basadas en una comprensión precisa y matizada de la realidad, las respuestas serán no solo ineficaces, sino también contraproducentes, perpetuando el círculo de violencia.

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