El pasado martes el pleno de la Cámara de Diputados y Diputadas rechazó por mayoría la solicitud de desafuero para Cuauhtémoc Blanco. En la sesión, el diputado tuvo incluso el uso de la palabra, aunque no estaba contemplado, mientras a sus espaldas varias mujeres le gritaban a modo de apoyo “no estás solo”. Esta imagen es dolorosa porque simboliza la normalización de la violencia y la relegación de las víctimas al olvido institucional. Pero es, además, profundamente indignante, pues no solo encarna la impunidad estructural que permite a un hombre acusado de violencia sexual mantenerse investido de poder, sino que exhibe una contradicción atroz: el respaldo de mujeres que, con cánticos que han sido emblema de la lucha feminista, arropan a quien debería ser objeto de un riguroso escrutinio, no de una ovación. Esta escena no es solo un agravio para las denunciantes; es un reflejo de la incoherencia ética que corroe el discurso de quienes instrumentalizan la lucha por la justicia de género cuando les es conveniente, pero la traicionan cuando se interpone en sus lealtades políticas.

El fuero no debería existir. Su permanencia distorsiona los principios de justicia y equidad, otorgando a ciertos funcionarios un privilegio que los exime del escrutinio al que cualquier ciudadano debe estar sujeto. Cabe recordar que el movimiento de izquierda más grande en la historia reciente de México tuvo como uno de sus momentos definitorios el desafuero de Andrés Manuel López Obrador. No soltemos esa convicción. Los principios que rigen a la izquierda no pueden ser maleables según las conveniencias del momento; deben sostenerse con la congruencia inquebrantable que distingue a quienes buscan transformar la política, no perpetuar sus vicios. Ese precedente no debe olvidarse.

La izquierda, históricamente, ha sido un proyecto de transformación que se fundamenta en la justicia social y la lucha contra el abuso del poder. En tiempos como los que vivimos, en los que el avance de la derecha adopta formas cada vez más autoritarias a nivel mundial, es imprescindible que quienes defienden un proyecto progresista no cedan a la incongruencia ni a las conveniencias coyunturales. La izquierda no puede permitirse erosionar sus propios principios con decisiones que traicionen la exigencia de justicia. Si la lucha contra los privilegios del poder fue una bandera en el pasado, debe seguir siéndolo en el presente, especialmente cuando el mundo enfrenta una embestida de fuerzas que buscan devolvernos a un orden aún más desigual. La rendición de cuentas no es negociable; es la base sobre la que debe sostenerse cualquier proyecto que aspire a la verdadera transformación.

El fuero, como institución, encarna una contradicción fundamental dentro del proyecto de transformación nacional. Su persistencia supone la coexistencia de una estructura de privilegio con un discurso que pretende subvertir precisamente esas asimetrías en el ejercicio del poder. En este sentido, la permanencia del fuero no solo representa un anacronismo dentro de una narrativa de regeneración democrática, sino que compromete la coherencia ideológica de un movimiento que, para sostenerse como una alternativa real al orden neoliberal y oligárquico, debe erradicar toda forma de inmunidad estructural que impida la rendición de cuentas. La transformación no puede ser selectiva; debe operar como una praxis política que elimine los resquicios del viejo régimen sin excepciones, especialmente cuando estos resguardan a quienes ostentan el poder frente a la exigencia de justicia.

Más aún, la cuestión del desafuero adquiere una dimensión ineludiblemente política cuando lo que está en juego es una acusación de violencia sexual. Insinuar, incluso de manera implícita, que una denuncia de esta naturaleza podría ser infundada es desconocer las estructuras de violencia y exclusión que han hecho del acceso a la justicia una odisea para las mujeres. La falsa denuncia como fenómeno sistemático es un mito desmontado por la propia realidad: porque denunciar implica exponerse a un sistema que históricamente ha operado en favor de los agresores, que somete a las víctimas a un proceso de revictimización constante y que, en muchos casos, culmina en la impunidad. No se puede sostener con seriedad la idea de que nosotras como mujeres atravesaríamos voluntariamente esos horrores sin un fundamento sólido; antes bien, el costo personal, social y jurídico de una denuncia es tan alto que la mayoría de las violencias sexuales permanecen en el silencio por miedo.

La impunidad, cuando se justifica en nombre de la política, se convierte en una afrenta directa a la posibilidad de un orden más justo.

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Comentarios