Alrededor de Emilia Pérez hay muchas críticas y defensas celebratorias. De las primeras, muchas; de las segundas apenas un par dentro de las voces públicas que se encuentran en nuestro país, espero. En este mismo espacio, la semana pasada escribí sobre la imagen improbable de los “narcos” festejando en una loma lejana y baldía que pretendía estar ubicada en la Ciudad de México, a propósito de la mirada extranjera de los problemas dolorosos que nos aquejan desde la mal llamada “guerra contra el narcotráfico”. Quiero retomar esa mención a Emilia Pérez para abordar una crítica a la película a partir de dos temas abordados dentro del filme que, además, han ocupado mi agenda de investigación en los últimos años: el crimen organizado y el género.

Desde una perspectiva teórica, la relación entre crimen organizado y género es fundamental para comprender las dinámicas de violencia y poder dentro de la guerra criminal que atraviesa México. El cuerpo de las mujeres, así como los cuerpos feminizados o leídos como femeninos, han sido históricamente instrumentalizados dentro de los conflictos armados, convirtiéndose en espacios de disputa simbólica y material. En el contexto de una guerra criminal, estos cuerpos no sólo cumplen funciones dentro de las economías ilegales que sostienen las estructuras del crimen organizado, sino que también son territorios en los que se inscriben violencias, castigos y estrategias de control.

La relación entre género y crimen organizado no puede reducirse a una mera lógica de subordinación. Si bien la violencia y la desigualdad estructuran estos espacios, también existen formas de agencia, negociación y ejercicio de poder por parte de las mujeres dentro de estas dinámicas. La participación femenina en las economías ilegales no se limita a un papel pasivo o victimizado, sino que involucra estrategias de adaptación, resistencia e incluso dominación. Ignorar estas zonas grises implica reforzar una visión simplista que no da cuenta de la complejidad del fenómeno.

Más aún, la representación de la transición de Manitas en Emilia Pérez implica un gran dilema ético. Al asumir que su cambio de identidad de género conlleva una redención automática, la película refuerza un tropo problemático que sostiene el pánico moral sobre la supuesta instrumentalización de la identidad trans femenina para eludir responsabilidades penales o sociales. Esta narrativa, además de carecer de fundamento empírico, se alinea con discursos transfóbicos que reducen la vivencia trans a una estrategia de conveniencia, invisibilizando las violencias estructurales que atraviesan a las personas trans en contextos de criminalización y exclusión. En lugar de complejizar la cuestión, Emilia Pérez se inscribe en un imaginario que asocia la transición con una especie de expiación mística, despolitizando la experiencia trans y omitiendo las intersecciones entre identidad y poder.

En Emilia Pérez la complejidad es nula. El filme evade cualquier conexión crítica entre género y crimen organizado, perpetuando una narrativa reduccionista que se apoya en una dicotomía peligrosa: lo masculino como “lo malo” y lo femenino como “lo bueno”. En lugar de problematizar las interacciones entre violencia, género y criminalidad, la película refuerza esta división sin matices, consolidando una visión maniquea que invisibiliza las zonas grises de la guerra criminal.

Un claro ejemplo de esta simplificación es la ausencia de cuestionamiento hacia la transición de Manitas en Emilia Pérez. No vemos el intermedio, no asistimos al conflicto moral ni a la confrontación de su propio historial de violencia (daría un Premio Oscar a la producción cultural que asista este conflicto). La película asume que la transición de género implica automáticamente una conversión moral. En esta narrativa, la transición de Manitas a Emilia se presenta como una purificación que elude cualquier interrogante sobre el peso de sus acciones pasadas y la continuidad de su influencia dentro del mundo criminal.

Emilia Pérez termina por banalizar la violencia al despojarla de su complejidad estructural, reduciendo el conflicto a una cuestión de identidades individuales en lugar de interrogar las condiciones materiales que sostienen la guerra criminal. La película no solo desperdicia la oportunidad de explorar las intersecciones entre género y crimen organizado, sino que refuerza un imaginario peligroso que simplifica las dinámicas de violencia y redención en contextos de criminalidad.

Emilia Pérez no solo fracasa en abordar con rigor las complejidades del crimen organizado y el género, sino que tampoco logra sostener su propio pacto de ficción. Al construir una narrativa donde la transición de género se presenta como un mecanismo de redención inmediata y la violencia criminal se diluye en una dicotomía simplista, la película se despoja de toda verosimilitud. Ni en el fondo ni en la forma logra articular una buena historia; por el contrario, su carácter unidimensional y su falta de matices la convierten en un instrumento narrativo ineficaz, en el que nadie cree. En lugar de ofrecer una ficción que dialogue con la realidad en sus contradicciones y zonas grises, Emilia Pérez se contenta con una fábula moral que, al no complejizar sus propias premisas, termina por volverse irrelevante.

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