El día de ayer, 30 de mayo de 2025, el Multiforo Alicia (o , como muchas personas lo conocemos) en la Ciudad de México se convirtió en el escenario de un inusitado despliegue de fuerza pública. Lo que era un espacio de encuentro y resistencia cultural se vio interrumpido por la llegada de un convoy integrado por militares y policías capitalinos. La fuerza del Estado irrumpió en la noche para silenciar la voz de un artista y a los más de 400 asistentes que se congregaron para compartir música y memoria.

Este suceso, aunque pueda parecer anecdótico, nos revela tensiones fundamentales sobre el concepto mismo de seguridad pública y su relación con el espacio urbano. El acto de suspender un concierto y desalojar un foro cultural mediante la intervención de diversas corporaciones armadas muestra la paradoja inherente a la seguridad como política de control social. Lejos de responder a un incidente de emergencia real, la acción estatal se despliega como espectáculo: la policía y el Ejército irrumpen para “asegurar” un espacio de convivencia que, (no tan) paradójicamente, no estaba poniendo en riesgo la integridad de nadie.

La presencia de militares en el espacio público durante el desalojo en el Multiforo Alicia evoca imágenes históricas de represión: escenas que remiten a las prácticas autoritarias del siglo XX, donde la fuerza armada irrumpía en la vida civil para sofocar voces disidentes. Nada de esto es casual: lo ocurrido en este concierto nos recuerda que la militarización de la seguridad pública no es un fenómeno nuevo, sino un proceso continuo que se ha consolidado desde la mal llamada “guerra contra las drogas” en 2006, bajo el mando de Felipe Calderón, marcando un antes y un después en la relación entre Estado, fuerza armada y vida ciudadana.

Esto es militarización. Así se ve la militarización. E implica mucho más que la simple presencia de soldados en las calles. Se trata de un proceso político y simbólico mediante el cual el Estado amplía el margen de acción de las instituciones militares para desempeñar funciones que históricamente no le correspondían. Bajo el discurso de la “seguridad nacional” y la “guerra contra el crimen”, se normaliza la idea de que los cuerpos castrenses deben encargarse de patrullar, vigilar y controlar espacios urbanos, convirtiendo la excepción —la intervención militar en tiempos de crisis— en regla permanente.

Pero esta militarización no se limita a la seguridad: permea y contamina la vida pública misma. Lo que presenciamos en el Multiforo Alicia es un ejemplo de cómo la militarización se filtra en la cotidianidad, en la cultura, en la posibilidad de reunión y expresión. Se convierte así en un proceso de militarización ya no sólo de la seguridad sino de la vida pública, donde al parecer cualquier espacio de autonomía, crítica o disidencia es susceptible de ser criminalizado y reprimido bajo la lógica de “riesgo” y “amenaza”.

Este suceso revela una fractura inquietante en la arquitectura de mando y en la claridad de las responsabilidades que rigen la seguridad pública en México. ¿Quién dio la orden para movilizar a elementos del Ejército y de la Guardia Nacional? El hecho de que ningún nivel de gobierno asuma de manera clara la decisión de enviar un contingente de fuerzas armadas para desalojar un concierto nos deja ante un vacío desconcertante: la fuerza pública aparece como un ente autónomo, casi ajeno a la política democrática, sin un mando visible que se haga cargo de sus acciones. Esta disolución de la cadena de mando, más que un asunto de procedimiento, es un recordatorio de la importancia de contar con mecanismos de control y supervisión claros para evitar la discrecionalidad en el uso de la fuerza. Los militares deben estar en el cuartel, no en las calles.

En este escenario, la militarización de la seguridad pública adquiere un matiz especialmente preocupante. No se trata solo de la presencia física de soldados en espacios civiles, sino de la opacidad que la rodea: ¿quién toma las decisiones?, ¿qué criterios justifican su intervención? Cuando la respuesta no está a la vista, la incertidumbre se convierte en parte del paisaje cotidiano. Y esta incertidumbre erosiona la confianza de la ciudadanía y deja en el aire la pregunta fundamental: ¿cómo asegurar que el uso de la fuerza se mantenga siempre como un recurso legítimo y proporcional, y no como un gesto autoritario desprovisto de responsabilidad política?

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