Este viernes, las calles de la Ciudad de México fueron escenario de una manifestación inusual pero necesaria. Desde el Parque México, en el corazón de la Condesa, una caravana de personas marchó hacia la Roma y luego al Centro, denunciando la gentrificación que, desde hace años, ha desplazado a miles de habitantes de estas y otras tantas colonias. Entre carteles, consignas y performances, los manifestantes no sólo reclamaban el encarecimiento de las rentas o la invasión turística, sino que apuntaban a algo más profundo: la manera en que el capital convierte a la ciudad en mercancía.
Buena parte de la atención mediática, sin embargo, se concentró en lo superficial. Las cámaras y los titulares se volcaron sobre algunos letreros que decían “Gringo go home” y sobre los llamados “destrozos” a ciertos negocios. Pero esa narrativa no es casual: es una estrategia para vaciar de sentido la protesta, reduciéndola a un asunto de xenofobia o vandalismo, mientras se omite lo más importante: la estructura de despojo que expulsa a quienes no pueden pagar y transforma barrios enteros en vitrinas para el consumo de lujo.
Porque no, el problema no es (solamente) el gringo que viene a vivir aquí. Ni el turista, ni el nómada digital, aunque sean el rostro más visible y mediático del proceso. La gentrificación no es un asunto de nacionalidades, sino de clase. Es, en esencia, la forma en que el capital financiero, inmobiliario y turístico extrae valor de los territorios, expulsando a quienes no pueden pagar el precio inflado de esa renta social que imponen los dueños de la tierra y los grandes desarrolladores.
Aquí no hay “choque cultural”, sino lucha de clases. La verdadera disputa no es entre locales y extranjeros, sino entre quienes necesitan un techo para vivir y quienes ven en la vivienda una fuente de ganancia ilimitada. La gentrificación no es migración: es un proyecto planificado que requiere de políticas, especulación inmobiliaria y blanqueamiento mediático. No es casualidad que en estas zonas se concentren los créditos de Airbnb, los megaproyectos de desarrolladoras y los discursos que venden “ciudades creativas” o “barrios vibrantes”.
Lo que hay detrás es un verdadero cártel inmobiliario, sostenido por gobiernos panistas (como lo hemos visto en la alcaldía Benito Juárez de la Ciudad de México), bancos, empresas y plataformas de renta temporal. Es el capital global que circula sin fronteras, comprando edificios enteros, subiendo los precios artificialmente, y desplazando a los trabajadores, a las familias pobres, a los inquilinos históricos. No es “progreso”, es despojo. Por eso la lucha contra la gentrificación no puede quedarse en el rechazo al “extranjero”, a lo “gringo”: necesita atacar de raíz al sistema que privatiza el suelo y convierte en mercancía el derecho más básico, el de habitar la ciudad.
Abundan quienes, desde una supuesta superioridad técnica, repiten como mantra que este es un simple problema de “oferta y demanda”. Que si las rentas son altas, es porque “faltan viviendas”, y que la solución es construir más edificios, más departamentos, más desarrollos verticales, como si la lógica del mercado inmobiliario fuera tan inocente y neutral. Quienes sostienen esto ignoran (o peor, disimulan) que la ciudad ya está llena de viviendas vacías. Departamentos ociosos, adquiridos como inversión especulativa, para Airbnb o para fondos que compran propiedades en bloque, no para ser habitados, sino para generar rendimientos financieros.
El problema no es la escasez de viviendas: es la escasez de viviendas accesibles en un sistema donde la vivienda es mercancía, no derecho. No se trata de construir más, sino de enfrentar a los verdaderos acaparadores del suelo urbano: los bancos, los fondos de inversión, las plataformas digitales y las grandes desarrolladoras inmobiliarias que controlan los precios y lucran con la necesidad más básica: tener un lugar donde vivir.
Quienes desprecian las marchas contra la gentrificación suelen acusarnos de “resentidos”. Y tienen razón. Somos resentidos. ¿Cómo no estarlo en un sistema que expulsa a miles de personas de sus barrios? ¿Cómo no sentir rabia ante la obscenidad de ver que unos cuantos especulan con el suelo mientras millones no pueden pagar una vivienda digna? El resentimiento, lejos de ser un defecto, es una respuesta legítima y necesaria frente a la desigualdad y la injusticia. No queremos “ser como ellos”; queremos que nadie tenga que vivir con el miedo al desalojo, que nadie sea arrojado a la incertidumbre por no poder pagar.
Esta es, en el fondo, una lucha de clases. De nuevo: no es entre locales y extranjeros, sino entre quienes viven de su trabajo y quienes viven del capital. Entre quienes necesitan la ciudad para sobrevivir y quienes la exprimen para lucrar. No queremos más edificios de lujo, no queremos más centros comerciales disfrazados de “colonias vibrantes”, no queremos más “ciudades creativas” que solo encubren despojo. Queremos barrios donde podamos vivir sin ser expulsados por el precio.
La gentrificación no es un fenómeno inevitable. Es un proyecto político del capital para reorganizar las ciudades según sus intereses. Por eso no se soluciona con “más oferta” ni expulsando a los gringos de la Condesa. Se soluciona con organización, con desmercantilización de la vivienda, con control popular del suelo, con lucha colectiva. Si eso incomoda, mejor: lo que queremos no es caerle bien a nadie. Queremos vivir dignamente.