Fue en medio de la Mañanera, cuando el país apenas abría los ojos al día, que la presidenta Claudia Sheinbaum recibió el mensaje en una tarjeta de papel, escrita a toda prisa por Paulina Silva. La mano inquieta de Omar García Harfuch, detrás del templete. Al frente del micrófono, Rosa Icela Rodríguez hablaba de justicia, de raíz social de la violencia, de educación, empleo, oportunidades. Mientras pronunciaba las palabras más nobles del ideario del proyecto de nación, en la alcaldía Benito Juárez, un sicario había asesinado a Ximena Guzmán y José Muñoz.
Estamos ante un recordatorio de algo que México no ha resuelto desde hace décadas: la porosa, muchas veces indistinguible, frontera entre el crimen organizado y el aparato estatal. Este asesinato no ocurre en el vacío, ocurre en la capital, en plena Calzada de Tlalpan, a plena luz, con una precisión que no es improvisación, es mensaje. Y aquí entra la historia que siempre queremos olvidar: la mal llamada guerra contra el narco, esa gran ficción iniciada por Felipe Calderón, supuestamente para devolverle la paz al país. Lo que realmente hizo fue militarizar la seguridad, dispersar y multiplicar los grupos delictivos y, sobre todo, abrir las puertas a una simbiosis perversa entre crimen y Estado. Hoy lo estamos viendo: no es que haya más violencia porque sí, es que la violencia se ha convertido en una herramienta del poder, y en muchos casos, en su expresión más brutal.
El crimen contra colaboradores de Clara Brugada ocurre justo cuando ella inicia su gestión como jefa de gobierno de la CDMX. Y no es menor: Brugada representa un proyecto de izquierda, feminista, popular. Ximena y José no eran nombres al pie de una boleta, no eran operadores ni piezas intercambiables. Eran servidores de una causa. Creían en un proyecto de nación —y no con el cálculo del poder, sino con la entrega de quien trabaja desde abajo, con el corazón puesto en lo que se construye, en lo que todavía falta. Porque también eso es militancia: estar ahí, con el corazón puesto, no por ambición ni por cálculo, sino por compromiso. Ximena y José no eran rostros públicos ni cuadros electorales de gran visibilidad, pero eran parte de una red que hace posible imaginar otra forma de país. Su asesinato es una afrenta al derecho a participar en lo común, a construir un futuro distinto sin ser castigado por ello.
No se puede entender su asesinato fuera del contexto de violencia que atraviesa al país desde hace casi dos décadas. Ya lo mencionaba y lo vuelvo a hacer porque es necesario: desde 2006, México vive sumido en una guerra que se presentó como una estrategia para pacificar al país, pero que en realidad desató una espiral de muerte, fragmentación territorial y captura institucional. Una guerra declarada desde el poder, sin diagnósticos serios, que recurrió al despliegue militar y al uso simbólico de la fuerza como espectáculo, mientras, por debajo, se tejían pactos, silencios y complicidades con el crimen organizado. Lo que hoy vivimos no es un estado de excepción, sino una forma de normalización del horror, donde la violencia se ha vuelto una gramática del poder, una forma de intervenir lo político, de disciplinar a la sociedad. En ese contexto, los asesinatos políticos no sólo buscan eliminar individuos, sino sembrar miedo, anular el disenso, fracturar la posibilidad de lo común. No basta con lamentar la violencia: hay que nombrar sus causas, sus beneficiarios, sus arquitectos. Recordar quiénes encendieron el fuego que hoy sigue devorando territorios, cuerpos y futuros. Y sobre todo, negarnos a aceptar que vivir en guerra sea nuestra única opción.
¿Quién mata a quienes sostienen la esperanza? ¿Qué mensaje se escribe con sangre cuando se disparan balas contra quienes organizan la vida en común? La respuesta no está solo en los nombres de los autores materiales, ni siquiera en los hilos de poder que los protegen. Está en la incomodidad que provoca la organización del pueblo, cuando no se somete. Está en el miedo que produce la utopía cuando comienza a tomar forma en los márgenes, en los barrios, en los sueños.