Estoy en contra de la militarización. Esta no es una postura coyuntural: es una convicción política anclada en la certeza de que las fuerzas armadas no deben, no pueden, formar parte activa de la vida democrática de un país sin traicionar por completo los principios mismos de la democracia. La democracia, en su forma más elemental, implica un gobierno civil, deliberativo, plural, construido desde el disenso (es necesario reconocerlo) y el conflicto social, no desde la obediencia, la jerarquía y la disciplina vertical. Por eso resulta alarmante —aunque, de forma muy lamentable, no sorprendente— que la Cámara de Diputados haya aprobado recientemente una reforma a la Ley de la Guardia Nacional que permitirá a militares en activo ocupar cargos de elección popular a través de una figura discrecional llamada “licencia especial”. Esta reforma abre una puerta peligrosa: la institucionalización de la participación político-administrativa de quienes fueron formados para el uso de la fuerza, para la guerra, para matar y no para el ejercicio del poder desde la legalidad democrática.

Acá una aclaración necesaria: hablar de militarización no es solo hablar de soldados en las calles ni de cuarteles extendidos a lo largo del país. La militarización es, sobre todo, un régimen político: la normalización de la lógica castrense en la vida civil. Es el desplazamiento del conflicto social por la guerra interna, de la deliberación por el orden, de los derechos por la “seguridad”. Bajo este régimen, los militares no solo administran la violencia legítima del Estado, sino que también se convierten en empresarios de la obra pública, en operadores de programas sociales, en constructores de aeropuertos, en vigilantes del territorio, en gestores de migración, en intermediarios del poder. La militarización, en otras palabras, es una forma de reorganizar el Estado para despolitizarlo, para vaciarlo de contenido democrático y sustituirlo por el mandato autoritario de quienes (ya sabemos, lo han demostrado) no rinden cuentas. Esto no es sino la profundización del control autoritario que el capital exige para sostenerse en tiempos de crisis: cuando la reproducción de la desigualdad ya no puede garantizarse con consenso, entonces se impone con disciplina. Y nada más disciplinario que un Estado regido por generales.

Es cierto: los militares aún no están compitiendo por la presidencia ni han fundado un partido político. No hay generales encabezando mítines ni coroneles haciendo campaña —al menos no abiertamente—. Y, sin embargo, esa es precisamente la trampa. La ambigüedad de la reforma aprobada no solo deja abierta la posibilidad de que los militares en activo ocupen cargos civiles, sino que construye una zona gris deliberada: una figura legal lo suficientemente ambigua como para permitir la intervención política sin tener que asumirla formalmente. La llamada “licencia especial” no retira al militar de su condición institucional: simplemente lo traslada temporalmente de función, conservando vínculos jerárquicos, lealtades estructurales y un ethos de disciplina incompatible con el ejercicio del poder civil. El mensaje es claro: no se trata de transitar a lo civil, sino de infiltrar lo civil con lo militar. Y esa diferencia no es menor, es fundamental.

Porque abrirle las puertas del aparato civil a las fuerzas armadas no solo vulnera la lógica democrática desde adentro: también responde a una ofensiva global más amplia. En tiempos de crisis del capital (o, más bien, de su reforzamiento), cuando las desigualdades se profundizan y el malestar social desborda las formas de representación tradicionales, el orden se impone desde el músculo. No es casual que veamos a figuras como Javier Milei o Donald Trump impulsar discursos autoritarios y antiestatales. La militarización es la antesala de un orden reaccionario que busca neutralizar la organización popular. Y en ese contexto, permitir que las fuerzas armadas participen en funciones civiles es como dejar la puerta abierta al lobo mientras discutimos si ya está dentro. En un mundo donde se recrudecen las guerras, se erosionan los derechos sociales y se naturaliza la violencia estatal, México debería apostar por el fortalecimiento de su vida civil, no por su sumisión a los poderes fácticos armados. La historia ya nos enseñó lo que ocurre cuando el poder se uniforma.

Confío en el proyecto democrático de la presidenta. Y confío, también, en que las voces que alguna vez levantaron con fuerza las consignas antimilitaristas —cuando estaban del otro lado del poder— sabrán sostener su coherencia ahora que les toca gobernar. No desconozco la gravedad del momento: nuestro país arrastra desde hace décadas una crisis profunda de violencia, impunidad y abandono estatal deliberado. Pero justamente por eso, la salida no puede seguir siendo la guerra. No podemos responder al dolor con más pólvora, ni a la descomposición con más disciplina de cuartel. México necesita reconstruirse desde abajo, con la fuerza de su pueblo y no con la fuerza de las armas. Necesitamos un horizonte de paz que no sea la pacificación del miedo, sino la construcción activa de justicia. Una paz con verdad, con memoria, con vida digna. Porque solo desarmando al poder podremos volver a imaginar un país en el que vivir no sea un acto de supervivencia, sino una forma colectiva de esperanza.

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