Las primeras noticias que iban llegando a redes sociales hablaban sobre un par de personas accidentadas dentro del Parque Bicentenario. Después, la incertidumbre. No eran personas lesionadas, habían muerto pero nadie dentro del festival sabía qué había pasado. El wifi disponible en la zona VIP fue sospechosamente apagado. Pasaron las horas y nadie tenía certeza de qué había pasado el pasado 5 de abril. Entre el baile y la música parecía que no había pasado nada y todo siguió con normalidad. Más tarde, suspendieron el festival.

Sus nombres son Citlali Berenice Giles Rivera y Miguel Ángel Rojas Hernández. Lo escribo en presente. Esos son sus nombres y lo seguirán siendo. Porque es necesario no olvidar. Dos jóvenes fotógrafos apasionados de la música y los festivales. Decir sus nombres no es solo un gesto de memoria, sino un acto político frente a la desmemoria estructural. Porque el olvido no ocurre de manera espontánea: es producido, es inducido, es necesario para que opere la impunidad. Nombrar en presente es interrumpir esa lógica. Es negarse a aceptar la narrativa de la fatalidad o del accidente como una explicación suficiente. Es, también, exigir respuestas, verdad y responsabilidad. Enunciar sus nombres es anclar sus vidas en el tejido de lo colectivo, impedir que se disuelvan en la estadística o en la nota breve. Porque si dejamos que sus nombres se desvanezcan, entonces ganan quienes apuestan por la indiferencia. Y frente a eso, nombrar es sostener la dignidad.

Los culpables: los empresarios que organizan festivales como el Axe Ceremonia que son, en muchos sentidos, el cinismo encarnado del capitalismo. Visten de inclusión, de diversidad, de cultura alternativa, mientras reproducen y perpetúan las lógicas más crudas del despojo y la negligencia. Son expertos en construir atmósferas de pertenencia, en vender la experiencia como mercancía emocional, mientras blindan su responsabilidad detrás de comunicados ambiguos, de silencios cómplices y de gestos estéticos que maquillan la violencia estructural. La muerte de Berenice y Miguel Ángel no fue simplemente una tragedia: fue un evento que intentaron silenciar para no enturbiar la imagen de una marca, para no interrumpir el flujo del consumo.

El ocultamiento deliberado, el corte del wifi en la zona VIP, la continuidad del festival como si nada hubiese ocurrido, son formas de administración del desastre bajo lógicas empresariales: todo puede ser gestionado, amortiguado, invisibilizado si afecta el espectáculo. En ese sentido, lo que presenciamos no fue solo una omisión ética, sino una estrategia perfectamente capitalista. Un cálculo que pone en la balanza el valor de dos vidas frente al valor de un evento y sus alianzas comerciales. Y en ese cálculo, como siempre, ganan los de arriba. La vida no vale si incomoda, si entorpece el flujo de capital, si exige que se detenga la maquinaria.

A la maquinaria del capital le conviene el olvido. Le es funcional. Porque recordar implica detenerse, interrumpir el ritmo de acumulación, desviar la mirada hacia aquello que incomoda y desnuda las fracturas del sistema. En el ocultamiento encuentra una herramienta de gestión; en la impunidad, un terreno fértil donde seguir operando sin freno. La desmemoria no es solo una consecuencia, es una estrategia: un dispositivo que permite que la muerte de dos jóvenes quede reducida a un incidente aislado, sin contexto, sin responsables. En la impunidad sobreviven las formas más voraces de reproducción de la desigualdad, porque lo que no se nombra, lo que no se reclama, queda habilitado para repetirse. Así, la continuidad del negocio está asegurada: nada detiene la música, nadie desarma el escenario, todo sigue como si nada. La injusticia se recicla en el silencio.

El cinismo está en esa capacidad de simular empatía mientras se evade la rendición de cuentas. De hablar de comunidad mientras se despoja a la comunidad de la verdad. De promover un supuesto cambio cultural mientras se sostienen las mismas prácticas de impunidad que permiten que estas muertes ocurran sin consecuencias. El capitalismo, en su forma festival, ha aprendido a encubrir su violencia con neones, con lineups cuidadosamente curados, con campañas de marketing progresista. Pero la muerte de Berenice y Miguel Ángel atraviesa esa superficie. Nos obliga a mirar de frente lo que no quieren que veamos: que incluso en el goce, en el baile, en la música, puede instalarse el olvido. Y que, si no lo nombramos, si no lo denunciamos, se volverá norma.

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