Este es el primero 8 de marzo, día internacional de la mujer, que conmemoramos en México con una presidenta dirigiendo el país. El lema “llegamos todas” es una metáfora de este proceso de reivindicación y de lucha feministas. ¿Pero quiénes son todas? ¿Cómo nombrar a todo el universo de mujeres? ¿Qué pasa con las mujeres que simplemente no quieren “llegar”? Es verdad que no llegamos “todas”, lo sabemos muy bien, todavía faltan muchísimas más.

Cuando Claudia Sheinbaum asumió la presidencia, algunos comentarios en redes sociales exclamaban que “¿por qué emocionarse si una mujer en el poder no es garantía de nada?”, o que “sentir emoción por ver a una presidenta es un privilegio”. No me parece que sentir emoción por ver a una presidenta, por primera vez en la historia de México sea un “privilegio”. Allá, afuera, hay muchas niñas y mujeres diversas que ven ahora posibilidades de cambio. Hay tantas niñas emocionadas porque, por fin, tienen evidencia para decir “sí, yo también puedo”.

Tener a una mujer frente al poder no es garantía de que se implementen políticas seguidas del adjetivo “feminista”. Creer eso es caer en el esencialismo. La emoción por ver a una presidenta, me parece, no recae en esa ingenuidad sino en la posibilidad del cambio que está, ahora, presente. Nada más democrático que ver representadas a quienes se les había negado el espacio público para tener la palabra. ¿Para qué, entonces, alzar la voz, disentir, cuestionar, si no es porque le seguimos apostando a la esperanza?

Por eso, seguimos insistiendo en salir a marchar. Porque la esperanza no es ingenuidad, es un acto de resistencia. Porque el 8M no es una celebración ni una fecha simbólica para la complacencia; es la memoria viva de todas las que han luchado, de todas las que han caído, de todas las que aún no han llegado. Marchamos porque sabemos que lo conquistado hoy no es irreversible. Porque los derechos de las mujeres, tristemente, siempre están en disputa. Marchamos porque el avance de la derecha no es una amenaza lejana, sino una realidad palpable que recorre el mundo con la promesa del “orden” y la restauración de privilegios.

La crisis del capitalismo tardío, con su lógica de acumulación por desposesión, como señala Rosa Luxemburgo, ha empujado a las élites económicas y políticas a replegarse sobre fórmulas autoritarias que buscan reconfigurar el contrato social en favor del capital y en detrimento de los derechos conquistados. Silvia Federici advierte que la violencia patriarcal es consustancial a las dinámicas del capitalismo, que no solo explota el trabajo productivo, sino que se sostiene sobre la opresión del trabajo reproductivo y de cuidados, asignado históricamente a las mujeres. Bajo este contexto, no podemos permitirnos la ingenuidad de pensar que la presencia de una mujer en el poder, aún desde la izquierda, es un dique suficiente contra el embate reaccionario. La mal llamada “feminización” de la política no garantiza la transformación de las estructuras si estas siguen rigiéndose bajo las mismas lógicas de explotación y desigualdad.

Salir a marchar sigue siendo un acto de urgencia política. En un mundo donde las derechas avanzan con discursos de odio, con el desmantelamiento de derechos laborales y reproductivos, con el fortalecimiento de las alianzas entre el capital financiero y los sectores más conservadores, la movilización feminista es una trinchera ineludible. La lucha no es solo por representación, sino por la reestructuración de un sistema que sigue lucrando con nuestras vidas y cuerpos.

El 8M no es una pausa para la autocomplacencia, sino una reafirmación de que la lucha feminista tendría que seguir siendo profundamente anticapitalista y combativa. Nos sabemos hijas del viento, como diría Alejandra Pizarnik, aquellas que irrumpen, que incendian la inercia del mundo con el deseo irreductible de lo que aún no ha sido. Marchamos porque no podemos permitir que las palabras se suiciden, porque nuestra voz es la única posibilidad de torcer el destino que otros han escrito.

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