Dime, ¿cuándo fue la última vez que soltaste una carcajada en medio de tu ruina? No hay nada más brutal que reírse de la propia tragedia. No hablo de un chiste, hablo de esa risa que irrumpió después de una traición, en la cama de hospital, frente a una quiebra inapelable, en el funeral donde nadie esperaba un sonido que no fuera llanto. Esa risa incómoda que no buscaba aplausos, porque nadie la entendía, porque nadie la pedía. Esa carcajada no es frivolidad: es una bofetada al dolor, un acto de rebeldía disfrazado de juego, la prueba de que aunque la vida te muerda, todavía tienes dientes para sonreírle de regreso.

Reír cuando todo parece perdido no es para los demás, es para ti. Es el instante en que descubres que, aunque la herida siga abierta, ya no gobierna tu vida. La risa no necesita cómplices: nace como un rugido privado que te dice “sigo aquí”. No hace falta escenario; basta con el eco que te devuelve tu propio pecho para saber que todavía queda algo intacto.

Hay risas que llegan como un derrumbe interior: te sorprenden en medio del llanto, irrumpen entre las lágrimas como si fueran una falta de respeto. Pero no lo son. Son un recordatorio de que no todo se rompió, de que hay un fragmento que sigue vivo aunque todo lo demás esté en ruinas. Y esa risa, tan inconveniente, es la chispa que te devuelve la dignidad justo cuando creías haberla perdido.

La solemnidad incomoda porque espera que todo sufrimiento se viva con gravedad, como si llorar fuera el único gesto válido de la herida. Pero reír en medio del dolor rompe ese guion. Desarma al miedo, deja sin armas al recuerdo que pretendía gobernarte. Porque mientras puedas reír, aunque sea una sola vez, aunque sea apenas un instante, no estás del todo vencido.

Confundimos la risa con evasión, pero no siempre lo es. Están las huecas, que anestesian para fingir fortaleza. Y están las otras: las que estallan sin permiso, las que liberan de golpe, las que son un desafío abierto contra lo que quiso hundirte. Esa risa no disfraza, revela. No oculta, enfrenta. No huye, desafía. Y aunque nadie más lo entienda, tú sabes cuándo esa carcajada es tu declaración íntima de guerra.

Reírte de ti mismo, de tus errores, de tus miedos, es un desacato absoluto. Porque el dolor siempre quiere solemnidad, quiere que lo rindas homenaje con lágrimas. Pero cuando eliges reír, lo reduces a parodia. Lo vuelves un eco torpe que ya no puede doblegarte. Y entonces, aunque nada externo cambie, algo dentro se recoloca. Reír no borra la herida, pero la convierte en otra cosa: en un lugar donde ya no manda el pasado, sino tu voluntad de seguir.

La risa como rebeldía no es ligera ni superficial. Es íntima, feroz y, a veces, incómoda. Puede sonar cruel para quien no carga tu historia, pero en ti es resistencia pura. Es la grieta que rompe la quietud del miedo, el suspiro que se convierte en incendio, el estallido que sacude

lo que parecía apagado. Porque quien todavía puede reír en medio de lo peor, aún no ha caído.

Llorar te conecta con la herida, pero reír en medio de ella te conecta con lo indestructible. Y cuando lo descubres, ya no hay memoria ni sombra capaz de someterte. Reír en tu ruina es tu victoria secreta. Es recordarle al dolor que puede desgarrar la piel, pero jamás arrebatar la risa que se enciende desde adentro; es decirle: “me tuviste contra las cuerdas, pero no lograste apagar mi risa”.

Y entonces entiendes que esa risa no es alivio barato, sino rugido disfrazado de carcajada. Es tu último gesto de desafío, tu forma íntima de desgarrar la derrota desde adentro. Y mientras esa risa siga viva —aunque tiemble, aunque duela, aunque nadie la escuche— sabrás que lo esencial en ti permanece indestructible. Porque reír, cuando todo invita a rendirse, no es un consuelo: es la demostración brutal de que la vida aún late en ti.

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