Hay un peso invisible que todos cargamos. No se encuentra en la espalda ni en los hombros, pero oprime el pecho y anuda la garganta. Es el peso de las palabras no dichas, de los silencios que se alargan hasta convertirse en abismos.

Vivimos acumulando frases que no nos atrevimos a pronunciar, sentimientos que escondimos por temor a la vulnerabilidad, respuestas que nunca dimos porque parecía más fácil callar. Pero el silencio tiene memoria. Se instala en los rincones del alma, en las madrugadas inquietas, en los momentos en que quisiéramos retroceder el tiempo y hacer las cosas de otra manera. Y pesa. Pesa como un equipaje que llevamos a todas partes sin darnos cuenta.

Nos decimos que habrá otro momento, que aún hay oportunidad de decir lo que sentimos. Pero los días pasan y el instante perfecto nunca llega. Y así, nos encontramos con despedidas abruptas, con puertas cerradas que ya no podremos abrir, con el eco de lo que pudo ser y no fue. Nos convencemos de que, en algún futuro ideal, habrá tiempo… cuando la verdad es que cada segundo que pasa es una oportunidad que no vuelve.

¿Cuántas veces hemos querido decir "te extraño" y lo hemos cambiado por un "espero que estés bien"? ¿Cuántas veces hemos querido gritar "te amo", pero dejamos que el miedo nos haga retroceder? Nos escondemos detrás de la prudencia, de la lógica, de la absurda idea de que el tiempo lo resuelve todo. Pero el tiempo no perdona lo que no se dice, solo lo convierte en un peso que cargamos en silencio.

El problema de callar es que el mundo sigue avanzando. Las personas cambian, las circunstancias se transforman y, cuando por fin reunimos el valor para hablar, ya no hay nadie esperando escuchar. Entonces nos queda la pregunta que más duele: ¿y si lo hubiera dicho antes?

Es curioso cómo nos acostumbramos a guardar lo más valioso. Nos mostramos fuertes cuando, en realidad, estamos rotos; sonreímos cuando, en el fondo, nos desmoronamos; ocultamos nuestra verdad por miedo al rechazo. Pero el peso de lo no dicho se convierte en una prisión, en un lastre que nos impide avanzar. Y cuanto más lo cargamos, más nos hunde.

Hablar implica riesgo, sin duda. Decir lo que sentimos nos expone, nos vuelve frágiles. Pero el costo de callar es mucho más alto. Perdemos la oportunidad de sanar, de cerrar ciclos, de dar claridad a quienes alguna vez fueron parte de nuestra historia. Nos privamos del alivio de ser comprendidos y dejamos que la incertidumbre envenene nuestras relaciones.

No hay segundas oportunidades para lo que nunca se dijo. No hay forma de regresar a ese instante donde el silencio pesó más que el valor de hablar. Pero aún estamos a tiempo. Todavía podemos elegir soltar lo que nos asfixia, liberar lo que nos quema por dentro.

No esperemos a que sea tarde. No carguemos con el peso de lo no dicho hasta que sea insoportable. No dejemos que el miedo decida por nosotros. Digamos lo que sentimos mientras aún haya alguien dispuesto a escuchar. Aunque nos tiemble la voz, aunque el corazón se acelere, aunque el miedo susurre que es mejor callar.

¡Habla! Antes de que el silencio se convierta en arrepentimiento. ¡Habla! Aunque la voz tiemble, aunque el miedo intente retenerte, aunque todo dentro de ti quiera retroceder. ¡Habla! El mundo ya está lleno de silencios, y lo último que necesitamos es otro que pese sobre nuestras almas.

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