Nos educaron para creer que la salvación llega en grande: un contrato que cambia la vida, una llamada que devuelve lo perdido, un destino que redime. Pero casi nunca es así. Lo que nos sostiene aparece envuelto en gestos mínimos: un vaso de agua cuando el cuerpo tiembla, un “¿ya comiste?” que llega sin esperar nada, una mano que se extiende sin pedir permiso. Eso que a menudo despreciamos como pequeño es, en verdad, lo que mantiene viva la trama secreta de la existencia.

Piensa en la noche en que todo se desmoronó y alguien apareció con un café humeante, sin sermones ni consejos. No hubo soluciones brillantes: solo calor que permitió respirar un poco más. O aquella mañana en que, tras una derrota amarga, alguien te miró como si aún fuera posible. Ese gesto no te ordenó levantarte, pero te recordó que estabas vivo. Y esa simple mirada multiplicó la resistencia.

Lo simple tiene dos rostros: a veces sana, a veces hiere. La silla vacía en la mesa no es metáfora: es ausencia con nombre propio que sigue latiendo. Ese hueco duele, pero también recuerda que hubo presencia. Nos confronta con la fragilidad de haber recibido algo que, al irse, dejó marca. En esas huellas se acumulan las razones por las que seguimos apareciendo, incluso cuando pesa.

También están los gestos invisibles: quien cree en nosotros cuando ni siquiera nosotros lo hacemos. Eso no se mide en diplomas ni en aplausos, sino en fe silenciosa. Puede ser un amigo que acepta la derrota sin usarla contra ti, una mano que aparece en medio del cansancio sin pedir reconocimiento, un familiar que apuesta por una idea que hasta tú consideras absurda. Esos hilos mínimos tejen más que cualquier gran discurso.

El asombro por lo simple exige humildad y, al mismo tiempo, rebeldía. Nos entrenaron para sobrevalorar lo espectacular y despreciar lo cotidiano. Pero la gravedad de la vida ocurre en lo aparentemente intrascendente: en la decisión de levantarse, en la llamada que no hiciste y que pudo salvar, en el pan compartido en silencio. Allí habitan las heroicidades mínimas que no salen en titulares pero que definen destinos.

Haz la lista: la persona que te acerca un abrigo cuando tiemblas, la amiga que te manda una canción cuando dejabas de creer en la música, el silencio que alguien sabe guardar contigo sin exigir explicaciones. Suma esos gestos: acumulados, son un milagro.

Pero no nos engañemos: lo mínimo también puede ser veneno. La disculpa que nunca diste, la palabra que callaste por orgullo, la humillación repetida hasta volverse rutina. Hay silencios que matan más que un grito y ausencias que pesan más que una traición abierta. Lo pequeño no es inocente: puede ser la grieta por donde se cuela el derrumbe.

Mira de frente: lo simple es el terreno donde la vida se edifica o se desploma. Allí conviven ternura y negligencia, cercanía y abandono. Si cuidamos las pequeñas cosas —una llamada, un abrazo, una silla que permanece puesta aunque duela— construiremos un paisaje donde la fragilidad no sea condena, sino posibilidad.

Así que ya no esperes la gran tormenta para agradecer. Mira la taza en la mesa, la luz que entra por la ventana, la persona que aún cree en ti incluso cuando fallas. Son esos detalles los que sostienen la vida.

Porque lo simple no es ingenuo: es un acto de rebeldía contra un mundo que corre hacia lo grandioso y olvida que lo que sostiene la existencia siempre estuvo —y seguirá estando— en lo invisible. Quizá la grandeza nunca estuvo en lo que cambia el mundo, sino en lo que impide que se derrumbe cada día. Allí, en lo pequeño, late la verdadera rebeldía.

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