Hay momentos en los que todo se desdibuja. Caminos que antes parecían seguros se tornan borrosos, y decisiones que creíamos firmes se tambalean con el viento de la duda. Nos encontramos parados en medio de la niebla, sin señales claras, sin mapas confiables, y el alma pregunta: ¿y ahora qué?
Vivimos creyendo que necesitamos certezas para avanzar, pero la vida, con su peculiar sabiduría, nos demuestra lo contrario. Cuando lo seguro desaparece, cuando ya no hay explicaciones, cuando se nos agotan los planes… ahí nace la fe. No como dogma ni como consuelo, sino como fuerza que surge del abismo mismo. La fe no es esperar con los ojos cerrados, es caminar con los ojos bien abiertos aunque no veamos el suelo.
Hay una fe que no necesita religión, ni promesas celestiales. Es esa fe que se cultiva en las heridas, en los silencios largos, en los días sin respuestas. La fe de quien ha perdido algo, pero aún tiene el coraje de seguir buscando. La de quien ha llorado hasta secarse por dentro, pero aún confía en que la vida guarda sorpresas. Esa fe que no presume ni exige, solo susurra: “sigue”.
Nadie nos enseña a creer cuando todo está en ruinas. Nos educan para tener todo bajo control, para planear, medir, proyectar. Pero cuando los números ya no suman, cuando las fórmulas fallan y las verdades se deshacen, entonces descubrimos que hay algo más profundo que la lógica: la intuición. Esa voz que no grita, pero nunca miente. Ese impulso que nace del alma y no de la razón. Esa certeza sin evidencia que nos dice, con ternura, que aún es posible.
La fe florece donde nadie la sembró. Brota entre los escombros de los planes rotos, se cuela por las grietas del miedo, se filtra por los sueños que parecían olvidados. No busca garantías. No necesita respuestas inmediatas. Solo pide espacio. Y si se lo das, crece como una raíz silenciosa, capaz de sostenerte incluso en la caída.
Quizá no tengamos certezas. Quizá todo lo que teníamos se tambalee. Pero eso no significa que estemos perdidos. A veces, estar perdidos es la única manera de encontrarnos de verdad. De dejar atrás lo que ya no nos sirve, lo que solo sosteníamos por costumbre, lo que nos hacía sentir seguros pero no vivos.
La fe no niega el miedo, lo abraza. Lo acompaña. Le dice: “entiendo que estés aquí, pero no tomarás el timón”. Y entonces avanzamos, con el corazón temblando y los pasos inseguros, pero avanzamos. Porque hay una fuerza que nos empuja desde dentro. Una certeza sin forma que nos sostiene cuando el mundo deja de hacerlo.
No necesitas tener todo claro. No necesitas saber cómo terminará. Solo necesitas creer que algo dentro de ti sabe el camino, aunque tu mente aún no lo entienda. Y confiar en que, aunque hoy no lo veas, estás exactamente donde debes estar para florecer.
La fe no se impone. Se elige. Se cultiva en cada decisión que nace desde el amor y no desde el miedo. En cada sí que das, aunque todo diga que no. En cada paso que das, aunque no veas el suelo. En cada vez que, a pesar de todo, decides seguir siendo tú.
Así que si hoy no tienes certezas, no te desesperes. Estás en el terreno fértil de lo invisible. Ahí donde nacen los milagros discretos. Donde el alma aprende a escuchar en lugar de gritar. Donde no hay certezas… pero florece la fe.
Y quizá, justo ahí, en medio de lo incierto, comiences a entender que no viniste a tener todas las respuestas, sino a vivir con el corazón abierto a lo que aún no comprendes. Que la vida no te pide garantías, solo presencia. Y que tu paso, aunque tembloroso, ya es una forma de confiar.
Al final, quien camina sin certezas no está huyendo: está creyendo. Siembra esperanza donde otros solo ven vacío, apuesta por lo invisible, por lo que no tiene nombre, pero sí sentido. Porque hay caminos que no se entienden con la razón, sino con el corazón; y hay pasos que no buscan respuestas, sino propósito.
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