Hay vidas que no se destruyeron… simplemente se diluyeron. No fue una mala decisión, fue la falta de una. No fue un error, fue una espera infinita. No fue una caída, fue la comodidad disfrazada de neutralidad. Porque no moverse también tiene un costo. Y es alto. Y muchas veces, irreversible.
Nos enseñaron que el tiempo pone todo en su lugar. Que lo que es para uno, llega solo. Que si esperas lo suficiente, la vida se acomoda. Pero nadie habla del desgaste de una espera que nunca termina. Nadie te dice que no elegir también es una elección. Que lo que no decides hoy, termina decidiendo por ti. Y cuando lo hace… rara vez elige lo que soñabas. Lo deja al azar, al viento, al deseo ajeno.
Hay silencios que suenan más fuerte que un grito. Hay dudas que pesan más que los errores. Y hay caminos que jamás pisaste por miedo a equivocarte, pero que al evitarlos… también te perdiste. Porque el precio de no elegir es convertirte en testigo pasivo de tu propia historia. Es mirar desde lejos una vida que pudo ser tuya… y ya no es.
No elegir es dejar que la vida pase sin ti. Es sobrevivir con la excusa de que “no era el momento”, cuando en el fondo sabes que era miedo. Miedo a fallar, a perder, a sufrir. Miedo a apostar por algo que no garantizaba el final feliz. Pero ¿y si ese miedo era justamente la señal de que ahí estaba tu crecimiento? ¿Y si evitarlo fue la verdadera renuncia? ¿Y si lo que se pospuso fue, en realidad, rendirse con mejores palabras?
La indecisión prolongada desgasta más que el fracaso. Porque al menos el fracaso da lecciones, da formas, da relatos. La no decisión solo deja vacío. Te roba la oportunidad de saber qué hubiera pasado si lo intentabas. Y ese “qué hubiera sido” es un duelo sin cuerpo, sin historia, sin final. Porque no hay consuelo para lo que ni siquiera se intentó.
Elegir no garantiza nada. Pero no elegir garantiza estancamiento. Nadie construye una vida quedándose inmóvil. El movimiento es el único lenguaje que entiende el destino.
El tiempo no resuelve lo que no te atreves a mirar. Postergar también cansa. Y ese agotamiento que llevas encima no viene de hacer demasiado… sino de sostener en silencio todo lo que ya no va contigo. De permanecer en lo que ya dejó de tener sentido. De callarte lo que llevas años queriendo decir. De habitar una contradicción entre lo que deseas y lo que toleras. De vivir partido entre la fidelidad a lo que eres… y la necesidad de complacer lo que esperan de ti. De fingir estabilidad cuando por dentro todo pide cambio.
No elegir también es abandonarte. Porque cada vez que eliges no decidir, dejas a tu “yo verdadero” esperando en la puerta. Y llega un día —no sabes cuándo, pero llega— en que ese “yo” se cansa de esperar. Y se va. Y entonces te quedas tú… solo con la versión tibia que fuiste cultivando para no incomodar a nadie. Una versión que no incomoda… pero tampoco vibra.
Has querido llamarlo paciencia, madurez, flexibilidad. Pero en el fondo lo sabes: hay elecciones que has evitado porque tenías más miedo de cambiar que de seguir sufriendo. Pero ¿cuánto más vas a seguir en pausa? ¿Cuánto más vas a pagar el precio de no atreverte? ¿Cuántas veces más vas a mirar desde la orilla lo que sabes que necesitas cruzar?
No tengas miedo a equivocarte. Ten miedo a no vivir. Porque lo que no eliges también te transforma. Te apaga sin que lo notes. Te convierte en reflejo de lo que otros esperan y te aleja de lo que tú necesitas. El precio de no elegir es ese: renunciar a ti sin darte cuenta, mientras la vida pasa frente a ti sin detenerse. Y la vida, te lo digo con la voz que te has negado a escuchar: no espera. Nunca ha esperado.
Porque si sigues sin elegir, un día despertarás en una vida que no reconoces, habitando un cuerpo que ya no desea, al lado de personas que no te ven… y será demasiado tarde para reclamarle al tiempo lo que tú nunca te atreviste a decidir. Porque quien no elige también escribe su destino… pero con las manos atadas y la voz apagada. Y cuando por fin quieras gritar, ya no habrá nadie escuchando. Ni siquiera tú.
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