Lo que callas no muere: se esconde. Lo que niegas no desaparece: cambia de nombre, toma tu voz y aprende tus pasos. Y mientras más lo silencias, más se acomoda en tu casa interior, ocupando rincones donde ya no entra la luz. Esa es la naturaleza de la sombra: no necesita escenario; le basta con tu omisión.
Cada otoño recuerda esta verdad con paciencia feroz. El árbol no discute con el viento: suelta. Deja que lo que ya no nutre caiga al suelo para volverse tierra. Nosotros, en cambio, sostenemos hojas marchitas con discursos brillantes. Nos repetimos que ya pasó, que no duele, que es cosa menor. Pero la negación no cura: conserva. Y lo conservado en silencio encuentra manera de seguir respirando a través de nuestras decisiones.
Hay heridas que ya no sangran, pero gobiernan. No hacen ruido; alteran la brújula. Te hacen elegir lo cómodo cuando pedías verdad; te llevan a prometer sin intención de sostener; te ponen a la defensiva justo cuando anhelabas abrazo. La sombra no grita: programa. Escribe guiones invisibles que repites como si fueran destino.
Decimos que todo está bajo control y cerramos puertas por dentro. Postergamos conversaciones cruciales con la excusa de la prudencia. Revestimos de carácter lo que en realidad es miedo. Nos volvemos administradores del brillo exterior mientras por dentro se acumula polvo. Así se alimenta la sombra: del gesto pequeño que no te atreviste a nombrar, de la disculpa que nunca llegó, del límite que no marcaste a tiempo.
A veces reímos como si esa fuera la salida. La risa puede ser bengala de libertad —y bendito sea cuando despierta—, pero también se convierte en disfraz. Reímos para no admitir que duele; hacemos chistes donde el pecho pedía silencio. La ironía nos salva cuando es rebeldía; nos traiciona cuando es muralla. Nada crece más rápido que lo negado con elegancia.
El otoño no embellece la caída: la vuelve honesta. Por eso conmueve. Porque no disimula la pérdida, la muestra sin vergüenza y la usa de abono. Tal vez eso nos falte: aprender a caer con dignidad. Reconocer cuándo soltar sin disfrazar la pérdida, nombrar lo que pesa, entregar lo que ya no sostiene, agradecer lo que fue y permitir que toque el suelo. Porque solo cuando dejamos de aferrarnos a lo insostenible aparece la verdadera libertad.
El riesgo de mirar hacia adentro no está en lo que encuentres, sino en lo que ignorarías si no miras. La sombra no es enemiga; es señal. Te apunta justo donde la vida se quedó en pausa, la puerta que no abres por costumbre, la promesa que hiciste para pertenecer. Si la escuchas, deja de mandar en silencio y vuelves a decidir tú. Si la tapas, te convierte en espectador de tu propia vida.
Un día, por fin, te sientas frente a lo que evitaste. No pides venganza ni absolución. Solo presencia. Respiras despacio y dices: aquí duele. Y duele. Pero el dolor nombrado pierde rango. Pierde la autoridad con la que dictaba tus rutas. Lo que parecía un monstruo se vuelve trazo. Y donde había culpas sin forma aparece responsabilidad: esa llave sobria que abre sin estruendo.
No hay manual para esto. Hay decisiones pequeñas. Decir la verdad una vez más. Pedir perdón sin negociar el orgullo. Poner un límite a tiempo. Hacer una llamada que te dé paz, no razón. Caminar al ritmo de lo que es, no de lo que aparenta. Cada gesto es una hoja que cae. Cada acto honesto despeja cielo.
Porque al final, nadie se quiebra por mirar su sombra. Uno se rompe por construir una vida entera para ocultarla. Las sombras no piden permiso: avanzan. Se instalan en los huecos que dejamos sin verdad. Si no las miras, crecerán hasta ocuparlo todo. Y entonces no será la vida quien te rompa, sino tu propio silencio.
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