En el torbellino de los anhelos, tejemos ausencias con hilos de carencias, ignorando la plenitud que, silenciosa, habita en lo cotidiano. Nos enfocamos en lo que no poseemos: el empleo deseado, el amor que se escapa, el reconocimiento que parece reservado a otros. Nos volvemos cazadores de lo inalcanzable, mientras olvidamos el tesoro que ya habita en nosotros: la resiliencia que nos sostiene, las conexiones que nos enriquecen y los logros, aunque modestos, que han construido nuestra historia.

Es curioso cómo la mente se inclina hacia la carencia. El éxito alcanzado pronto se transforma en un peldaño olvidado, en el preludio de la próxima conquista. Nos decimos que esto es ambición, pero ¿podemos llamar progreso al acto de ignorar el presente por una ilusión futura? ¿Es avance convertir la vida en una carrera donde la meta siempre se aleja?

Pensemos un momento. ¿Cuándo fue la última vez en que te detuviste a admirar lo que ya has conseguido? Ese día en que enfrentaste tus miedos, esa amistad que resiste las tormentas, el techo que te abriga o la comida que nunca falta en tu mesa. Celebra esos detalles diminutos que sostienen tu vida, porque en ellos se encuentra una verdad que solemos pasar por alto: la riqueza ya está aquí.

Esto no es un llamado a conformarse ni a apagar el fuego de los sueños. Es aprender a caminar con un ojo en el horizonte y otro en el camino recorrido, recordando por qué empezamos a andar.

La gratitud, una práctica relegada al olvido, no es un gesto automático, sino un acto consciente. Ser agradecido es rebelarse contra la narrativa que nos exige más y más. Es reconocer que, aunque falten piezas en el rompecabezas, el cuadro que hemos armado tiene su propia belleza.

Imagina que pudieras observar tu vida como un espectador imparcial. ¿Qué verías? Quizá las luchas que te han moldeado, los momentos que, aunque pequeños, fueron gigantes en su impacto. Ese café compartido que alivió un día gris, esa canción que te acompañó en la soledad, esa sonrisa que encendió una chispa de esperanza. La vida está llena de instantes que merecen ser celebrados, pero que, en la prisa, dejamos escapar.

La sociedad nos ha enseñado a definirnos por nuestras carencias, a medir nuestro valor según estándares que parecen inalcanzables. Pero la verdad es esta: ya somos completos, no porque lo tengamos todo, sino porque somos capaces de encontrar riqueza en lo que ya poseemos. Somos como el árbol que suelta sus hojas al otoño, confiado en que la primavera le devolverá su verdor.

La clave no está en abandonar los sueños, sino en vivir plenamente en el espacio entre el anhelo y el logro. Es ahí donde reside la verdadera plenitud. Soñar sin agradecer lo que ya tenemos es como construir castillos en el aire, sin cimientos que los sostengan.

Hoy, detente. Haz un inventario de lo que has conquistado. Reconoce tus logros, por pequeños que sean. Celebra esas victorias diarias, esas que a menudo pasan desapercibidas. Y si aún encuentras vacíos, recuerda que ellos también tienen un propósito: nos enseñan a valorar lo que está por llegar.

Terminaré con una pregunta: ¿Qué pasaría si, por un día, dejáramos de centrarnos en lo que nos falta y abrazáramos con fuerza lo que ya tenemos? Quizá nos daríamos cuenta de que la felicidad no es una promesa que espera en el horizonte, sino una llama que ha estado ardiendo todo este tiempo en el hogar de lo cotidiano. Tal vez comprenderíamos que no se trata de alcanzar más, sino de mirar con nuevos ojos aquello que ya nos sostiene, de descubrir que, en lo simple y lo presente, late el milagro de estar vivos.

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