Hay lugares dentro de uno que se mantienen cerrados incluso a la luz. Rincones donde el tiempo no pasa, donde seguimos siendo la versión rota que fuimos, la que no se curó del todo, la que aprendió a sonreír sin haber sanado. Lugares donde la infancia aún llora, donde el abandono aún pesa, donde el miedo a no ser suficiente se disfraza de éxito, de control, de máscaras perfectamente puestas.

Hay dolores que no gritamos porque no sabríamos cómo explicarlos. Heridas tan antiguas que ya no recordamos su origen, pero seguimos actuando desde ellas. Nos aferramos a relaciones, a rutinas, a decisiones que tienen más que ver con no tocar esa parte herida que con un deseo auténtico. Y así, sin quererlo, dejamos que lo que no hemos sanado tome el volante de nuestras vidas.

Donde duele, ahí es. Ese punto exacto al que evitamos mirar, ese momento que preferimos enterrar, esa sensación que callamos incluso cuando nadie nos escucha. Ahí. Ahí está la entrada. Porque lo que evitamos no se disuelve: se acumula. Se convierte en ansiedad, en apatía, en insatisfacción crónica. Y mientras más lo ignoramos, más nos transforma desde la sombra.

No es fácil entrar. Nadie quiere volver a la escena del crimen emocional. Pero tampoco se puede vivir en plenitud huyendo. Un día, todo lo que escondimos exige ser visto. Y aparece en forma de cansancio que no se va, de vínculos que se repiten, de logros que no saben a nada. La vida se encarga de recordarnos que no basta con sobrevivir; hay que sanar para vivir.

¿Te has preguntado alguna vez de dónde viene ese vacío que no logras llenar? ¿Esa necesidad de aprobación constante? ¿Ese impulso por demostrar que puedes, que vales, que importas? Tal vez no es ambición. Tal vez es dolor. Tal vez solo estás intentando tapar una herida que nunca se cerró. Y lo que duele no es el pasado: es la forma en que lo sigues cargando.

No se trata de culpar a nadie. No se trata de dramatizar. Se trata de mirar con honestidad. De sentarse frente a uno mismo y decir: “aquí duele”. Y no huir. No justificarse. No disfrazarlo de superación. Porque la verdadera fortaleza no está en no romperse, sino en no negarse. En decir: “esto también soy”. Y, desde ahí, reconstruirse.

Sanar no es volver a ser lo que se era antes del dolor. Es permitir que el dolor transforme, que abra espacios nuevos, que revele lo que siempre estuvo, pero que fue cubierto por capas de miedo. Es dejar de actuar para protegerse y empezar a actuar para liberarse. No como castigo, sino como cicatriz viva que deja de doler y empieza a hablar.

Y entonces sucede: tocas fondo… y no te rompes. Descubres que eso que parecía fragilidad era fuerza contenida. Que la distancia era solo un escudo. Que el silencio no era vacío, era defensa. Que lo que parecía dureza, era un modo de no caerse del todo. Y ahí, en lo más profundo, aparece algo que había esperado mucho tiempo: una ternura intacta, viva, pura, que no pedía permiso para volver a latir.

Donde duele, ahí es. No hay otro camino. La plenitud no está en evitar el dolor, sino en entenderlo. No en huir de la herida, sino en abrazarla. Solo así se transforma. Solo así se libera. Porque todo lo que no se toca, se pudre. Pero todo lo que se mira con amor, florece.

Así que vuelve a ese lugar. Al primero. Al más profundo. Donde sentiste que no bastaba con ser. Donde aprendiste a esconderte. Donde creíste que debías ganarte el amor. Vuelve, y entra con todo lo que ahora sabes. Con todo lo que ahora eres. Y dile a esa versión que temblaba: no estuviste sola. Sobreviviste. Y hoy empieza la vida que mereces. Porque donde duele, ahí es… pero también ahí empieza tu libertad.

Facebook: Yheraldo Martínez

Instagram: yheraldo

X: @yheraldo33

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Comentarios