Hay un tambor en tu pecho que no sabe rendirse. Late en la penumbra, cuando el cuerpo pesa y el alma duda. Late cuando el cansancio te dobla, cuando el miedo te muerde, cuando el espejo te devuelve una sombra que no reconoces. Es un latido que no pide permiso, que no explica su fuerza, que no negocia con el vacío.
Y tú, que a veces crees no poder más, que te percibes en pedazos, que sientes que algo dentro está por quebrarse, sigues aquí. Porque ese tambor, ese pulso terco, no sabe rendirse. No sabe callarse. No sabe apagarse.
Yo también lo he sentido. Ese latido que insiste cuando las razones se agotan. Cuando el fracaso me ha mirado a los ojos, cuando la vergüenza me ha apretado el pecho, cuando he querido desaparecer bajo el peso de lo que no entiendo. Pero ahí está: un golpe suave, un murmullo valiente, un eco que me recuerda que estoy vivo. Como tú, que sigues aquí sin saber cómo, pero sigues.
Sé que hay días en que la vida pesa como una piedra en el estómago. Sé que hay noches en que las dudas son más grandes que los sueños, que las caídas duelen más que las victorias. Sé que a veces te preguntas por qué sigues, para qué sigues, si todo está tan cuesta arriba. Pero ese latido responde por ti. No con palabras. No con promesas. Sino con su ritmo testarudo: sigues, porque hay algo en ti que no se rinde.
Este latido es presencia. Es una caricia que cruza el papel, que encuentra tus manos temblorosas, que se posa en el centro del pecho. No te promete que el dolor desaparecerá, porque el dolor es parte de ti, como el latido mismo. Pero te abraza. Te envuelve con la certeza de que no estás en esto en soledad, de que ese pulso es un milagro que no necesita razones.
Llora si quieres. Que las lágrimas sean un susurro de vida, un canto a esa fuerza que no se apaga. Grita si lo necesitas. Que tu voz rompa el silencio, que despierte lo que creías dormido. Pero no te sueltes. Porque este latido, este tambor que no se rinde, es la prueba de que sigues siendo un incendio, aunque a veces solo veas cenizas.
No te pido que seas fuerte. No te pido que tengas respuestas. Te pido que escuches ese pulso que no se detiene. Cierra los ojos y siente su ritmo, su calor, su verdad. Ese latido que ha sobrevivido a tus peores días, a tus noches más frías, a tus preguntas más crueles. Es un abrazo que te dice: “te veo, aunque tú no te veas. Te sostengo, aunque no lo sientas. Estás aquí, y eso es suficiente”.
Es una caricia que no borra las cicatrices, pero las reconoce con dignidad. Cada marca es un testimonio de tu fuerza, no de tu derrota. Cada herida que aún respira es la
prueba de que has seguido andando, incluso cuando nadie lo notó. Hay quienes cuentan su historia con palabras, tú la has contado con resistencia.
Y cuando el peso del mundo se sienta más ligero —porque se aligera, aunque hoy no lo creas— descubrirás que no hay quiebre definitivo. Que sigues aquí. Que no te has perdido. Que aún hay pulso. No todo necesita sentido. A veces, basta con sentir. Y ese pulso, ese tambor sin explicación, es la certeza más honda: todavía hay vida en ti.
Quédate aquí, un instante más. Respira. Llora. Vive. No huyas de ti. No te escondas en la fuerza. Permítete ser ese milagro que aún tiembla, pero sigue. Porque no eres el dolor que cargas. Eres el latido que lo enfrenta. Eres la ternura que te das cuando nadie mira. Eres el susurro que resiste en medio del ruido.
Así que escucha. Ese tambor en tu pecho no miente. Late por ti. Late contigo. Late a pesar de todo. Y en cada golpe, en cada pulso, hay una voz que no necesita gritar para ser verdad. Una que dice, con la firmeza más suave:
“Sigue… porque eres suficiente.”
Este no es un texto.
Es un abrigo.
Es la forma en que te digo, sin conocerte, que tu vida importa.
Aún con todo… sigues latiendo. Y eso ya es resistencia.