En el mes de octubre de 1953 se promulgaron las reformas constitucionales que consolidaron una de las más grandes aspiraciones de las mujeres mexicanas: el reconocimiento de su derecho al voto. Dos años más tarde, el 3 de julio de 1955, por primera vez, las mujeres mexicanas acudieron a las urnas a ejercer el sufragio en la elección federal para integrar la XLIII Legislatura. Ese día, las mexicanas marcaron no solo una boleta, sino el rumbo de un país que empezaba a reconocerse en su pluralidad.

Aquel acontecimiento no fue un gesto de benevolencia política, sino la culminación de una larga lucha encabezada por mujeres que, desde los inicios de México como país independiente, reclamaron su emancipación desde el más básico de los derechos ciudadanos: elegir a quienes han de gobernar y abrir la puerta para en un futuro ser electas a los cargos de representación popular.

Las mujeres dejaban atrás siglos de exclusión. Ya no eran consideradas propiedad de nadie, ni figuras dependientes sujetas a tutela, sino ciudadanas con plenos derechos, con voz en los asuntos públicos. Por derecho propio, se convirtieron en protagonistas de la historia nacional.

El logro fue histórico, pero no definitivo, el camino entre el reconocimiento formal y su pleno ejercicio aún era largo. La conquista del sufragio femenino representó apenas el inicio de una travesía mucho más amplia en la que las mujeres enfrentaron durante décadas resistencias culturales, estructuras patriarcales y barreras institucionales que limitaron su presencia en los espacios de poder.

El primer gran fruto de esta nueva se alcanzó en 1979, cuando Griselda Álvarez Ponce de León fue electa como la primera gobernadora en la historia de México, al encabezar el gobierno del estado de Colima. Su triunfo simbolizó el paso de la representación simbólica al ejercicio real del poder, la demostración de que las mujeres no solo podían votar, sino también gobernar.

Detrás de cada avance hubo generaciones de mujeres valientes que alzaron la voz: Hermila Galindo, Rosa Torre González, Elvia Carrillo Puerto, Refugio García, Sofía de Buentello, y tantas otras cuyas historias no han sido registradas, pero sin las cuales no existiría la democracia moderna mexicana. A ellas se sumaron mujeres indígenas, campesinas, trabajadoras del hogar, maestras, obreras y periodistas que, desde su trinchera, impulsaron la organización, las manifestaciones, los congresos feministas y los movimientos sufragistas que abrieron el camino.

Cada una de sus acciones sembró una semilla que hoy florece en la paridad de género, en la representación política de las mujeres en todos los niveles de gobierno, y en el reconocimiento de que la democracia no puede existir sin la participación plena de las mujeres.

Setenta años después de que las mujeres acudieron a las urnas, el legado de aquellas pioneras sigue vivo. Vive en cada mujer que ocupa un cargo de elección popular, que ejerce un cargo público, que lidera una causa social o que simplemente ejerce su derecho a decidir. Vive, sobre todo, en cada boleta marcada con libertad y conciencia, como un recordatorio de que los derechos se conquistan y se defienden día a día.

Conmemorar este aniversario no es un acto de nostalgia, sino de gratitud y compromiso. Gratitud con quienes abrieron el camino, y compromiso con las generaciones futuras, para que ninguna mujer vuelva a ser silenciada, excluida o invisibilizada del espacio público, de la toma de decisiones en el ámbito social y político.

Cada voto emitido por una mujer es, todavía hoy, un acto de memoria y de resistencia. Es la voz de nuestras madres, abuelas, y mentoras resonando en las urnas. Cada vez que ejercemos nuestro derecho a votar nos convertimos en la voz de las que fueron y de las que vendrán.

Ministra de la Suprema Corte de Justicia de la Nación

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