En 1999, la Organización de las Naciones Unidas decretó el 25 de noviembre como el Día Internacional para la Erradicación de la Violencia contra las Mujeres. La elección de esta fecha no fue casual, en ese día, pero de 1960, las hermanas Patria, Minerva y María Teresa Mirabal fueron brutalmente asesinadas en República Dominicana por oponerse al régimen dictatorial de Rafael Leónidas Trujillo. Su crimen fue pensar libremente, desafiar el miedo y exigir justicia en una época en la que el papel de las mujeres estaba relegado a las labores del hogar con un mandato de silencio.

Han transcurrido más de seis décadas, pero el eco de su valentía se mantiene vivo, para recordarnos que la violencia contra las mujeres no pertenece al pasado, sigue siendo una herida abierta que atraviesa nuestras calles, instituciones, comunidades y hogares.

En México, la magnitud del problema continúa siendo alarmante. De acuerdo con cifras del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, la incidencia de feminicidios aumentó gradualmente desde 2015 hasta duplicarse y alcanzar su punto máximo en 2021. Aunque desde entonces se ha observado una disminución, las cifras siguen evidenciando una problemática que se extiende a lo largo y ancho del país. En varios estados del país, las tasas superan por mucho el promedio nacional, lo que revela que las políticas públicas y los mecanismos de prevención aún no logran garantizar la seguridad de todas las mujeres.

También persisten desafíos como la falta de acceso efectivo a la justicia, revictimización en los procesos y la ausencia de reparación integral del daño para las víctimas directas e indirectas de estas violencias. El feminicidio no sólo es el último eslabón de una cadena de violencias, también el reflejo más crudo de un sistema que, en muchos casos, sigue fallando en proteger la vida y la dignidad de las mujeres.

La violencia no solo se expresa con golpes o la privación de la vida, se adapta y encuentra nuevos cauces ahí donde la mujer interactúa, como es el caso de la violencia digital. Las redes sociales y el progreso de las tecnologías de la información también se han convertido en nuevos escenarios de agresión, donde los discursos de odio y la violencia simbólica pueden causar daños tan profundos como los físicos.

La respuesta del Estado y de la sociedad debe ser asertiva y evolucionar al mismo ritmo que las nuevas formas de violencia; fortalecer las políticas de prevención, mejorar nuestras herramientas personales e institucionales para detectar, denunciar y sancionar las agresiones visibles e invisibles. La erradicación de la violencia no es tarea exclusiva del Estado, inicia en los hogares, en las escuelas, en los medios de comunicación, para que en cada espacio se reconozca la dignidad de las mujeres y su derecho a una vida libre de violencias.

La indiferencia no tiene cabida, la violencia no sólo destruye vidas, también hogares, proyectos, comunidades, resquebraja el tejido social afectando a generaciones enteras.

Conmemorar el 25 de noviembre no debe ser visto como un mero acto protocolario, es un compromiso cotidiano. Erradicar las violencias nos implica replantear los roles de género que creíamos inamovibles y asumir que la verdadera transformación social ocurre cuando cada persona, desde su lugar, actúa con respeto, empatía y responsabilidad.

Que el recuerdo de las hermanas Mirabal y de todas las víctimas de violencia nos impulse no solo a conmemorar, sino a transformar y convertir la memoria en acción, la denuncia en justicia y el dolor en esperanza.

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