Por: Viridiana Lázaro y Ornela Garelli
La producción en masa y el sobreconsumo han llevado a problemas de desigualdad, injusticia social y degradación ambiental. ¿Por qué? Porque para producir los artículos que usamos en nuestro día a día se requiere de la explotación de bienes naturales finitos, que a raíz de este modelo económico impulsado por el consumismo se ven como mercancías, en lugar de como lo que son: bienes naturales que son parte de ecosistemas que brindan sustento a todo, incluida la misma vida en la Tierra.
Este sistema se alimenta de estilos de vida basados en el sobreconsumo, en la compra o adquisición de bienes y servicios que realmente no necesitamos. Y en este punto cabe hacer una diferencia, ya que los sectores de la población con mayores ingresos son los que al consumir más contribuyen de mayor manera al impacto ambiental. Al mismo tiempo, tanto los procesos de producción como los patrones de consumo generan impactos ambientales que se distribuyen de manera desigual, es decir, la degradación ambiental afecta más a las personas más vulnerables.
En términos de gases de efecto invernadero (GEI), el nivel medio de emisiones de una persona que forma parte del 10 % más pobre de la población mundial es sesenta veces inferior al de una persona que pertenece al 10 % más rico (OXFAM, 2015). En el caso de nuestro país, esta realidad se repite. Así, por ejemplo, la población con más bajos ingresos del país participa con el 11.29 % del gasto total de electricidad; en contraste, la población con ingresos altos y muy altos participa con el 67.49 % de dicho gasto (Cámara de Diputados, 2000). Cabe recordar que la generación de energía eléctrica es de los sectores que más contribuyen a la emisión de gases de efecto invernadero en México.
Así, cuando el consumo depredador lo realiza una pequeña fracción de la población, la que dispone de alto poder de compra, esto se da en detrimento del resto de la humanidad y de la vida del planeta. Por ejemplo, los grupos más afectados por los efectos del cambio climático, debido al incremento en la frecuencia e intensidad de riesgos hidrometeorológicos, son poblaciones vulnerables de pequeños países insulares, migrantes, productoras y productores agrícolas de pequeña escala y comunidades indígenas, y no tanto las clases medias y altas que más contribuyen a este problema.
Ante esto, es necesario que se transite hacia nuevas formas de producción y consumo que se basen en la relocalización de la economía, de modo que pueda ponerse la sostenibilidad de la vida en el centro y no la reproducción del capital y el enriquecimiento de unos cuantos a costa del resto.
El comercio justo tiene la fuerza para direccionar el consumo hacia un consumo responsable con el potencial incluso de traducirse en un acto de justicia climática que se expresa en nuevos movimientos de consumo alternativo, -como colectivos, cooperativas, huertos urbanos, entre otros- que buscan combatir la grave amenaza del cambio climático y la pérdida acelerada de biodiversidad, y que por supuesto reconocen las consecuencias que la emisión de gases de efecto invernadero trae a la humanidad.
Dichas prácticas realmente se traducen en acciones de mitigación y adaptación al cambio climático, es decir, de reducción de gases de efecto invernadero y de ajustes para enfrentar los impactos esperados, respectivamente.
Por ello, en lugar de apostar por un sistema económico que requiere de la producción en masa y del sobreconsumo para subsistir, debemos impulsar alternativas de comercio justo y consumo responsable que existen ya en nuestras ciudades y que a raíz de la pandemia por COVID-19 siguen creciendo y se vuelven cada vez más necesarias. Para más información sobre los vínculos entre el consumismo, la degradación ambiental y la desigualdad véase el nuevo informe de Greenpeace México y el ITESO, Universidad Jesuita de Guadalajara: “EL CONSUMO EN MÉXICO Y SUS IMPACTOS EN EL CAMBIO CLIMÁTICO: ¿CÓMO AVANZAR HACIA EL CONSUMO RESPONSABLE?”