El año nuevo presenta grandes retos, el principal, la ruta política que habrá de transitarse con elecciones inmersas en un clima de violencia en prácticamente todo el territorio. El riesgo no es la intimidación en sí misma sino la penetración de la delincuencia como factor decisorio en la competencia arbitrada por un organismo sin recursos, con tribunales truncos y, lo peor, divididos.
El escenario no es halagador, a los negativos hay que agregar la polarización producto de la constante diatriba emanada desde Palacio, el mensaje es claro para los votantes, la lucha es de clases. Las circunstancias dan los ingredientes para una jornada cuestionada en el proceso y consecuentemente en su resultado.
El discurso de la candidata del oficialismo es de continuidad, su promesa es más de lo mismo; mientras que la opositora emplea toda su energía en criticar al régimen, ni una ni otra nos hablan del proyecto de Nación que proponen, el vacío nadie lo llena, MC no descifra su juego, sencillamente no se le entiende. El desaseo es lo ordinario y al no ser regla no hay excepciones, actúan por igual.
El fenómeno no es de naturaleza endémica, en el continente aparecen voces que fragmentan, sitúan su centro de gravedad en el odio, precisamente como fruto de la agresión permanente en sus entornos, como si el encono fuere el ingrediente de cohesión, por eso surgen figuras como Trump, Bukele o Milei, no hay mejor oferta a una colectividad golpeada que la intolerancia que dan los extremos, germen del fanatismo, para luego dar paso a lo sectario bajo el pretexto del nacionalismo.
Las expresiones y los hechos muestran síntomas de debilitamiento en las estructuras garantes de la democracia, guste o no, el INE, TRIFE y la Corte lo son, por ello no se debe apreciar la contienda desde una visión meramente electoral cuando en realidad lo que se está poniendo a prueba es la República con una posible consecuencia que puede conducir de manera inexorable al retorno de la voluntad única, la que desprecia lo institucional, al que se burla de la ley.
Se nos ha sometido a la brutalidad criminal, tolerada por acción u omisión por la autoridad, al grado de habituarnos irremediablemente a ella. Cotidianamente somos testigos de hechos aborrecibles que ahora son tema frecuente de conversación, poco a poco, olvidamos la sensación que da la paz, la tranquilidad es un vago recuerdo, lo usual es estar alerta, la preocupación es residente permanente de nuestras mentes ante la mirada de una administración que ve matar y simplemente se dedica a contar.
Cedimos espacios importantes que han achicado las libertades: no viajar de noche, no salir solos, no ir a ciertas zonas del país, luego, si la desgracia llega seguramente fue porque consumía, es la justificación por morir. Si bien la merma de los derechos personales es grave, el quebranto del sistema, la intromisión de lo ilícito como componente definitorio en lo electivo pone en serios aprietos al Estado, a nuestras comunidades y por reflejo a las familias.
Indebidamente soportamos al intruso de la seguridad, que ese ajeno no decida quién nos represente, permitir el cruce de esa línea formalizará lo que en algunas regiones de este México se vive, el gobierno del desgobierno.