Fue en junio de 2022 cuando las polémicas en torno a Alejandro Gertz Manero empezaron a crecer sin freno. Audios revelados entonces mostraban supuestas negociaciones privadas entre él y el padre de Emilio Lozoya Austin, exdirector de Pemex imputado por el caso Odebrecht, la megatrama de corrupción que ha sacudido a varios países de Latinoamérica. En una de esas conversaciones, Gertz llama directamente a Emilio Lozoya Thalmann, veterano expolítico priista que ha coordinado la defensa de su hijo, para recriminarle que su abogado hubiera promovido una serie de amparos: “Que se desista porque yo así no juego”, clama; se le escucha molesto al fiscal general. No se conoce con precisión la fecha de la llamada, difundida de forma anónima en redes sociales, pero el contexto encaja con las negociaciones entre la Fiscalía y Lozoya para acogerse a una figura similar a la del testigo colaborador.

Hablamos de la misma Fiscalía cuyo ex OIC presumía de tener arreglos con el fiscal para obtener privilegios; el mismo que fue señalado, junto con otros servidores públicos de la institución, por presuntamente cambiar cocaína por leche en polvo. La misma Fiscalía que dejó de asistir a rendir cuentas a la mañanera del pueblo, en medio de los escándalos de huachicol en torno a la corona de Miss Universo. La misma que no dijo ni pío sobre los escándalos de corrupción vinculados a los medicamentos, que no rindió cuentas claras sobre las denuncias contra militares de altos nivel frente a casos de corrupción, aquella que obstaculizó investigaciones en el caso Ayotzinapa y donde, una y otra vez, la procuración de justicia no fue la regla. Si hablamos de “causas graves”, ahí están las verdaderas faltas graves: la opacidad, los privilegios indebidos, las investigaciones simuladas y la ausencia de atención a las víctimas.

Es también la Fiscalía que no logró conciliar los 2 mil millones de pesos recuperados por corrupción en el Infonavit para transferirlos al INDEP, recursos reclamados por un servidor público de primer nivel, Jaime Cárdenas, quien después explicó que ese fue uno de los motivos de su renuncia a la dependencia. El fiscal que acumulaba una inexplicable colección de coches, que tenía negocios con una universidad de la que es socio, que no rindió cuentas sobre estos en sus declaraciones patrimoniales. Todo eso sí configura, en cualquier lectura mínimamente seria, posibles faltas graves que debieron activarse como tales. Ese fiscal, finalmente, se fue. Y hoy, hay un cierto alivio.

Tres años han pasado y el caso Lozoya, como el de Duarte, el huachicol y muchos otros, siguen acumulándose. Y ahora, puede aspirar a un nuevo cargo como embajador en un “país amigo”. Ser embajador de un país amigo no es, ni puede considerarse jamás, una “causa grave”; las verdaderas causas graves están en los expedientes abandonados, en los arreglos en lo oscurito y en la inacción frente a la corrupción. El mensaje es devastador: si tienes señalamientos, no cumples con tu trabajo, pero tienes suficiente poder y dinero, puedes salir triunfante y hasta obtener un premio.

El desempeño del fiscal general fue, por decir lo menos, pobre y muy por debajo de lo que exige un país con altos índices de criminalidad, delitos de alto impacto y una investigación deficiente. Los grandes casos de corrupción fueron controlados directamente desde la oficina del fiscal, manejados como “asuntos especiales”, y ese fiscal que habría tenido presuntos arreglos con los imputados nos deja un muy mal sabor de boca. Hay falta de coordinación, falta de verdadera autonomía, falta de técnica de investigación y falta de profesionalización. Si la ley habla de “causa grave” para remover o aceptar la renuncia del Fiscal General, resulta evidente que esas omisiones y esos manejos discrecionales de expedientes sí son causas graves; lo que no lo es, bajo ningún estándar democrático, es acomodarlo en una embajada.

Estoy segura de que en la FGR hay muchas personas valiosas y comprometidas, y que hay casos que han salido adelante incluso a pesar del propio ex fiscal, como el del exgobernador Silvano Aureoles. Pero mientras no se transforme de fondo la institución —para que no dependa de los caprichos, intereses o cálculos políticos de una sola persona— seguiremos atrapados en la misma historia: enormes expectativas, pocos resultados y un sistema de justicia que parece castigar menos la corrupción que la falta de poder. Los arreglos con todos los partidos sostuvieron a un país que, desde la trinchera ciudadana, veíamos ir en contra incluso de la propia Presidencia.

El problema es una renuncia que no parece renuncia: no hay rendición de cuentas, y uno de los senadores más señalados por presunta corrupción es quien opera la salida. Un manotazo que no es manotazo. ¿Habrá rendición de cuentas? ¿Sabremos por fin de todos los casos desechados, de los tratos en lo oscurito? ¿Se acuerdan cuando se luchaba por la autonomía de la Fiscalía para que funcionara nuestro Sistema Nacional Anticorrupción?

Este capítulo nos dejó muchas lecciones. Las instituciones no pueden ni deben estar al servicio de unos cuantos ni de sus caprichos. El procedimiento utilizado desdibuja por completo el sentido constitucional de la “causa grave”: en lugar de examinar las posibles faltas graves que sí existían, se normaliza una salida negociada que abre la puerta a un premio diplomático. Es exactamente lo contrario a la integridad que debería guiar a quien encabeza una institución de justicia.

Ahora veremos si la designación del nuevo fiscal se rige por la legalidad, por un perfil verdaderamente idóneo y, sobre todo, si este nombramiento abre la oportunidad de recomponer el camino en materia de combate a la impunidad, de procuración de justicia y de construcción de un Estado de derecho que guíe todas las acciones, no solo de quien encabece la institución, sino de todas las personas que la integran. Así como hace una década, queremos una Fiscalía que sirva, no que se sirva: sin fiscales carnales, sin cuotas y sin cuates.

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