La teoría económica diría que las transferencias directas —vía efectivo o algo muy similar al efectivo— son las más eficientes. Otorgar recursos a la población objetivo permite que esta decida el uso que le dará a esos recursos. La teoría sugeriría que cada agente —persona o familia— tomará esa decisión no solo considerando sus necesidades, sino ponderando la asignación que le brindará una mayor utilidad, en el sentido económico de la palabra.
La realidad es más compleja que la teoría. Se sabe, también, que cualquier programa de transferencias ocasiona cambios en los incentivos que tienen las personas para decidir cuánto trabajar, cuánto descansar, qué producir, qué consumir. Si añadimos además que las decisiones se toman considerando variables temporales se agregan varios grados de dificultad.
Al inicio de la implementación de Solidaridad —en 1988— se buscaba hacer partícipes a las comunidades beneficiadas por los recursos del destino y el uso que les darían. Con el tiempo se fueron reconociendo algunos logros de los programas y fueron evidenciándose sus fallas. Los ajustes se hicieron necesarios y las correcciones aplicadas hicieron que México se volviera referente en el diseño de programas de transferencias.
En esos programas, las transferencias eran condicionadas a requisitos que incidirían sobre los problemas a atender. Para que se entregaran los recursos, por ejemplo, había que comprobar que los hijos iban a la escuela y que habían visitado al doctor. No eran perfectos y siempre se prestaron al uso electoral, pero la claridad en los objetivos y sus métricas los hacían al menos evaluables.
En 2018 eso cambió. Se eliminó la “condicionalidad” de los programas de transferencias regresando a las definiciones de los libros de texto que ningún neoliberal se había aventurado a implementar. A partir de entonces, se determina la población que se desea apoyar y se entregan los recursos sin definir objetivos ni métricas. El uso de los programas sociales se volvió descaradamente político.
Para 2025, los programas sociales tienen un presupuesto de 835 mil 706 millones de pesos, 12.8% del gasto programable. En 2019 ese porcentaje fue 5.3%. Para inversión física, también en 2025, hay destinados 843 mil 697 millones de pesos, 12.9% del gasto programable. En 2019, el porcentaje dirigido a inversión pública fue 15.5%. Cuando se tengan que hacer más ajustes presupuestales —en caso de mantener las metas fiscales para este año— el rubro que más sufrirá será la inversión. Siempre es más fácil recortar lo que aún no existe.
Más recursos en “apoyos” se han traducido en menos servicios. Hay becas para niños y jóvenes, pero no hay educación de calidad. Hay más recursos para la pensión de adultos mayores, indispensable y bienvenido, pero el acceso a servicios de salud ha empeorado y conseguir las medicinas de una receta es una misión casi imposible. Como siempre pasa, han surgido oportunidades de negocio. Los huecos dejados por ciertos servicios públicos han sido cubiertos por privados.
El impacto en el bienestar de las familias está aún por medirse, pero ya se percibe el debilitamiento de lo público. A falta de medición rigurosa, no sabemos si el aumento en las transferencias ha compensado el deterioro en salud, educación, seguridad y oportunidades de desarrollo.
El riesgo es que, bajo la apariencia de ayudar más, se esté construyendo un sistema que empobrezca el futuro. Las transferencias, por necesarias que sean, no deben sustituir un Estado funcional. Son un complemento, no un modelo de desarrollo. Usarlas como sustituto es un error en el mejor de los casos. En el peor, una renuncia silenciosa a construir un país más justo y próspero.
P.S. Esta semana, The Economist toca el tema. lAquí el artícuo.
@ValeriaMoy