Empiezo estas líneas con una confesión casi inaceptable en estos tiempos. No solo entiendo sino que encuentro un grato solaz en las tradiciones. No quiere esto decir que adopte todas o que todas me parezcan incluso defendibles. Significa, en cambio, que cuando alguna toca una fibra que resuena conmigo busco entender su origen y sus cambios, porque pretender que las cosas -sean lo que sean- permanecen en su estado original -si es que eso existe- es imposible. Así, cuando escucho hablar de lo “originario” me resulta por demás ambiguo.
Entre las lecturas del año se encuentran los tres libros de Juan José Millás y Juan Luis Arsuaga publicados por Alfaguara en los que narran las conversaciones entre el escritor y el paleontólogo en las que exploran la evolución a través de un diálogo comparativo de la vida, la muerte y la conciencia entre neandertales y sapiens. Reconocen lo que se entiende y lo que se desconoce, intentando mantener el apego a lo que la ciencia ha podido demostrar. No hay una visión utilitaria ni defensiva de los cambios. Sí hay una visión evolutiva -sin que a la evolución se le dote de un plano voluntario- que permite explicar y entender el movimiento.
En uno de los libros, Arsuaga se lamenta en una visita al mercado local de la falta de productos de estación. Hay poca caza, el pescado es el mismo todo el año y las frutas y verduras no saben a nada. Pero el lamento viene del reconocimiento del daño que esto puede hacer. La ciencia prevalece sobre la añoranza.
Sabemos, todos, que somos fruto de las migraciones, de la adaptación y de la supervivencia a eventos globalmente catastróficos. Sabemos también, aunque queramos engañarnos, que prácticamente todo lo que consumimos -y eso incluye lo que comemos- ha tenido algún grado de cambio a lo largo de la historia. La domesticación de las papas (en su versión silvestre tóxicas) ha permitido sacar de la hambruna a millones de personas a lo largo de la historia.
¿Qué es el maíz originario? ¿Causan daño todas las modificaciones genéticas? ¿Hay puntos intermedios en estos debates extremos?
La humanidad, desde siempre ha buscado modificar genéticamente los alimentos a los que tiene acceso. Escoge las mejores manzanas para la siembra, hace injertos entre una fruta y otra, protege los cultivos de las plagas y los depredadores y elige las especies más resistentes. Las muestras más antiguas ubican el registro más antiguo del maíz en México al encontrado en una cueva en Oaxaca, con más de nueve mil años, que no se parece en nada al maíz actual. Nuestro alimento ancestral no tendría más que algunos pocos centímetros de largo y solo unas cuantas hileras de granos. Miles de años de selección artificial, es decir humana, convirtieron a esos olotes milenarios en las mazorcas de hoy. Si en una de esas iteraciones el maíz resultado de esa siembra selectiva hubiera sido tóxico o dañino para la especie, la población afectada hubiera reaccionado. Quizás así fue y nunca lo sabremos.
Hoy la ciencia permite dar más claridad sobre el daño o el beneficio de los ajustes genéticos. Sin duda, hay caminos que enmendar a la luz de los aprendizajes y son esos avances los que deberían de guiar la política alimentaria de cualquier país. No deberían bastar los dichos o las posiciones ideológicas de ninguna persona.
Hay tradiciones, costumbres, alimentos, creencias que corresponden a la historia personal o comunitaria y como tal hay que valorarlos. Pero pensar que hay algo netamente “originario” nos llevará a profundas decepciones y a decisiones equivocadas.
Mis mejores deseos en esta Navidad, que este día significativo en la manera que cada uno festeje esté lleno de cosas buenas.
@ValeriaMoy