Por MARCELA TALAMANTES CASILLAS
Claudia Sheinbaum Pardo ha convencido al pueblo de México de que una mujer puede dirigir al país. Así se unirá al grupo de mandatarias elegidas democráticamente desde la década de los noventa en Latinoamérica. Sin duda, que una mujer gane por primera vez la presidencia en México es un hecho histórico digno de celebrarse en un país donde el machismo ha fincado estereotipos y violencias. Ella misma lo ha dicho: su triunfo llega a 200 años del establecimiento de la República, y no es sino hasta ahora que existen condiciones para que una mujer sea elegida por la mayoría.
Miramos demasiado hacia el norte y celebramos con entusiasmo la elección de una presidenta en México antes que en Estados Unidos o Canadá. Sin embargo, varios países en América Latina nos han precedido en este aspecto, lo que plantea la inevitable pregunta de cómo nuestros vecinos del sur han desafiado el mandato patriarcal durante décadas. Por ejemplo, Nicaragua marcó el camino hace más de treinta años.
En Chile, Michelle Bachelet se coronó como la primera mujer elegida para ocupar la silla presidencial en dos ocasiones. Durante su primer mandato, de 2006 a 2010, su gobierno se centró en mejorar la protección social, impulsar el desarrollo económico y democratizar el sistema electoral. En su segundo mandato, de 2014 a 2018, la polémica sobre el aumento de la migración, principalmente haitiana, puso de manifiesto una sociedad carente de hospitalidad e indispuesta al enfoque humanitario de inclusión e integración regional que proponía la presidenta.
Argentina siguió los pasos del país con el que comparte frontera y, de 2007 a 2012, Cristina Fernández de Kirchner ejecutó su primer mandato. En Brasil, la economía más grande del continente, Dilma Vana Rousseff lideró el país de 2011 a 2016, con propuestas legislativas orientadas a combatir la pobreza extrema. Otros ejemplos en Centroamérica incluyen a Laura Chinchilla, presidenta de Costa Rica de 2010 a 2014 y a Iris Xiomara Castro Sarmiento, quien ocupa el mayor cargo en Honduras desde 2022.
De este modo, que las mujeres tengan altos cargos políticos es el resultado de una reconocida lucha histórica. No obstante, el mero hecho de que una mujer sea presidenta nunca será suficiente. Más allá de una visión reduccionista sobre la identidad sexo-genérica de nuestras gobernantes, anhelamos personas comprometidas con la transformación estructural de los modelos de gobernanza prevalecientes hacia versiones que posibiliten el bienestar, acceso a la justicia y expresiones de dignidad para la inmensa mayoría.
El gobierno de Claudia Sheinbaum se sumará al amplio abanico político trazado por sus homólogas latinoamericanas, y habrá que estudiar su mandato en ese contexto. También, tendrá que ejercer un responsable contraste de sus decisiones frente a la inaceptable realidad de feminicidios, transhomicidios, desapariciones, y desplazamiento forzoso, por nombrar algunas de las muchas urgencias que distinguen el presente de nuestro país. Además, habrá que insistir en la consolidación acuciosa del nombrado “sistema de cuidados” para atender de frente las enormes desigualdades y deudas que prevalecen ante las mayorías históricamente vulnerabilizadas.
En este escenario de violencia inconmensurable, los retos para cualquier persona que ocupe un cargo de elección popular son enormes. Por supuesto que emociona ver las posibilidades políticas de una mujer gobernante. Sin embargo, por más importante que sea el logro simbólico de que una mujer esté al frente del país, éste no será una verdadera victoria electoral hasta que existan políticas públicas que desestabilicen al sistema patriarcal, capitalista, racista, clasista y heterocisnormativo. Para alcanzar esto será necesario, también, reconocer la participación que podemos tener las mujeres reproduciendo las mismas lógicas sistémicas que quisiéramos desmantelar, en ocasiones de formas directas y en otras como participantes de sistemas impuestos que parecen inescapables.
Dirección de Incidencia