Margarita Nuñez

En el marco del Día Internacional de las Personas Migrantes, conmemorado el 18 de diciembre, es necesario detenernos a mirar con seriedad algo que parece avanzar sin resistencia: la normalización de narrativas antimigrantes. Lo que hace unos años habría sido inaceptable —criminalizar públicamente, ridiculizar, discriminar a las personas por su identidad o país de origen— hoy se ha vuelto un recurso político rentable. La violencia simbólica ya no se disfraza; se exhibe, se multiplica, se aplaude. Y esto importa, porque ese lenguaje no se queda en el aire: abre la puerta a agresiones reales, a leyes restrictivas, a políticas que hieren cuerpos y destruyen vidas.

Estas narrativas no surgieron en América Latina. Son tecnologías políticas importadas del norte global: de Estados Unidos, de Europa, de su obsesión por construir muros visibles e invisibles. Pero hoy, ese manual se imita con entusiasmo al sur. Lo que comenzó como discurso termina convertido en norma y la norma acaba legitimando prácticas que violentan la dignidad humana. No es nuevo, pero en 2025 estamos en un punto de inflexión.

En la última década, el “efecto espejo” Trump marcó un antes y un después. Su brutalidad retórica demostró que la xenofobia da votos. Trump no inventó el odio al migrante, pero lo convirtió en capital político. Lo que antes se decía en voz baja, ahora se grita desde mítines, tribunas y redes. Ese lenguaje se ha exportado —literalmente— a nuestra región.

Y México no es la excepción. Aquí convivimos con una contradicción profunda: mientras en el discurso oficial se enaltece a las personas migrantes —incluso se les menciona en las celebraciones patrias—, en la práctica la política migratoria está subordinada a la agenda de Estados Unidos. El resultado es una política que detiene, persigue, desgasta, impide acceder a derechos básicos y, en muchos casos, coloca a las personas migrantes en situaciones de riesgo y violencias extremas como la desaparición o muerte. Una narrativa pública que celebra a la población migrante mientras, en los hechos, se le bloquea, encierra o expulsa, no es una política humanitaria: es un espejismo.

Este clima ocurre además en un contexto global de democracias debilitadas, sociedades polarizadas y crisis estructurales que obligan a millones a desplazarse: cambio climático, violencia criminal y política, conflictos socioambientales, desigualdad económica. En un mundo así, cualquiera podría verse obligado a migrar. El pastor luterano Martin Niemöller lo advirtió con lucidez: cuando la violencia contra “los otros” se normaliza, tarde o temprano esos otros podemos ser nosotros.

Frente a este panorama, y en el marco de la conmemoración del Día Internacional de las Personas Migrantes, vale recordar algo esencial: la xenofobia es ruidosa, pero no mayoritaria. Todos los días, a lo largo del país y la región, hay comunidades que reciben, organizaciones que protegen, personas que actúan desde la hospitalidad. Esa es la base ética que debemos fortalecer.

Hoy, más que nunca, urge rechazar la deshumanización como estrategia política y apostar, sin titubeos, por la hospitalidad, la solidaridad y el reconocimiento pleno de la dignidad humana. Porque la migración no es la amenaza. La amenaza es permitir que nos acostumbremos al odio.

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