Por Adelaido Corcino Martínez y Nahum Elias Orocio Alcantara
Observatorio de Conflictos Socioambientales
En México, los ríos contaminados, los bosques convertidos en pastizales y las montañas partidas por la minería no son accidentes ni hechos aislados. Son el reflejo de un fenómeno que hoy amenaza la vida misma y que se ha denominado: ecocidio.
Se trata de la destrucción masiva de ecosistemas, resultado de acciones intencionales o de una negligencia sistemática. Muchas veces, detrás de estos procesos se encuentran proyectos extractivos y de “desarrollo” que colocan la ganancia económica por encima del bienestar de la naturaleza y de las comunidades que dependen de ella.
En nuestro país, el ecocidio no es una abstracción, tiene expresiones concretas que desde el Observatorio de Conflictos Socioambientales (OCSA) de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México hemos venido documentando en distintas regiones del país. Los ríos y lagos se envenenan con descargas industriales y agroquímicos, como ocurre en el río Santiago, en Jalisco y Nayarit, o en la Presa Endhó, en Hidalgo, que recibe los desechos del Valle de México, mientras que los ingenios azucareros en Campeche han contaminado el Río Hondo con derrames de melaza y vinaza.
La biodiversidad también sufre un embate constante. La deforestación de más de seis mil hectáreas de selva por el Tren Maya en la península de Yucatán, la pérdida de selva seca a causa del Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec y la devastación de manglares en el Malecón Tajamar de Cancún muestran cómo proyectos turísticos e infraestructurales arrasan hábitats y ponen en riesgo especies endémicas.
El suelo, por su parte, se convierte en un depósito de residuos tóxicos. En Chihuahua, la empresa Samalayuca Cobre ha dejado contaminación por metales pesados en el Valle de Juárez; en Coahuila, los desechos de la mina Pasta de Conchos han filtrado sustancias nocivas a la tierra; y en el Valle del Yaqui, Sonora, el uso intensivo de agroquímicos ha deteriorado de manera crítica la fertilidad agrícola.
Estos son solo algunos casos que exhiben el ecocidio en nuestro país y que, aunque el término remite a la naturaleza, muestran que sus consecuencias nunca son únicamente ambientales, despojan a las comunidades de agua, alimentos, salud y, con frecuencia, de su derecho a permanecer en sus territorios. Es decir, convierte los daños irreparables en un costo asumido por las poblaciones humanas y otras formas de vida.
Un ejemplo emblemático, aunque lejos de ser único, es el derrame de sulfato de cobre ácido en los ríos Sonora y Bacanuchi en 2014. Más de 40 millones de litros de desechos tóxicos fueron vertidos al agua, afectando gravemente a la flora y fauna, así como a siete comunidades que habitan a lo largo del cauce. Sus medios de vida, su salud y su acceso al agua limpia siguen comprometidos, 11 años después, la reparación sigue sin ser sufiente frente a las negligencias que lo ocasionaron.
Nombrar el ecocidio importa porque desplaza la narrativa de lo anecdótico a lo estructural. Significa reconocer que detrás de cada “accidente ambiental” hay decisiones políticas, intereses económicos y un marco legal que permite que los daños se normalicen como inevitables. Hablar de ecocidio es señalar responsabilidades, evidenciar fallas institucionales y cuestionar un modelo de desarrollo que convierte la devastación ambiental en regla y no en excepción.