A finales de julio de 2020, cuando México acumulaba cinco meses de emergencia sanitaria, desde las instituciones de justicia tuvimos que habilitar trámites remotos, plataformas digitales y servicios a distancia para sostener un sistema que, hasta entonces, operaba con una lógica esencialmente presencial. Esta situación permitió avances que en otras condiciones nos hubieran llevado años. Hoy, el desafío tecnológico y digital es doble: Por un lado, frenar el regreso a prácticas análogas y presenciales; y por otro, enfrentar con responsabilidad los dilemas asociados al uso de tecnologías emergentes. La inteligencia artificial ya se aplica para asignación de turnos, análisis de patrones delictivos e incluso apoyo en decisiones judiciales. El uso de bases automatizadas de ADN, reconstrucción digital de escenas, biometría y laboratorios forenses digitales representa una oportunidad innegable que también exige regulación, controles éticos y supervisión independiente.
Según el Índice de Transformación Digital de Impunidad Cero (2024), solo 60% de las fiscalías estatales cuentan con plataformas de denuncia en línea. Mientras en entidades como la Ciudad de México y Chihuahua se han implementado cabinas de denuncia remota y sistemas interoperables, en otras se continúa exigiendo soportes físicos. Este rezago no es técnico, sino institucional. En el Poder Judicial el panorama es similar: apenas 54% de los tribunales estatales han incorporado herramientas tecnológicas básicas, lo que prolonga procesos y reduce el acceso efectivo a la justicia.
Desde la experiencia acumulada, hemos planteado una ruta de transformación tecnológica más estructurada. Ésta considera el uso estratégico de inteligencia geoespacial, sistemas de primera atención automatizados para la apertura de carpetas de investigación (triage) y unidades de análisis de contexto que permitan abordar fenómenos delictivos complejos con enfoque preventivo, territorial y multidisciplinario. Estos mecanismos permiten priorizar casos, reducir cargas innecesarias y enfocar los recursos en lo que verdaderamente importa. Pero su éxito depende de que se implementen con personal capacitado, rendición de cuentas y perspectiva de derechos. Sin estos elementos, cualquier avance puede volverse simulación.
Como se ha señalado en espacios técnicos y legislativos, digitalizar no implica simplemente trasladar trámites al entorno virtual. Implica rediseñar procesos desde un enfoque de derechos humanos. La justicia no puede automatizarse sin atender el contexto de quienes la requieren. Sin ciberseguridad, sin revisión de algoritmos y sin mecanismos correctivos, los sistemas tecnológicos pueden perpetuar desigualdades o generar nuevas formas de exclusión.
La expansión del uso de cámaras de videograbación y sistemas de geolocalización es uno de los fenómenos más significativos de la transformación tecnológica en materia de procuración de justicia. Hoy están presentes en casi todos los frentes: cámaras fijas en la vía pública, drones operados por autoridades, dispositivos en los uniformes de agentes durante cateos e intervenciones, y pronto deberían ser obligatorias también en las entrevistas ministeriales, tal como ya ocurre en muchas audiencias judiciales. Ciudades fuera del país han vuelto su uso obligatorio en vehículos particulares y oficiales para deslindar responsabilidades en accidentes o situaciones de riesgo. Esta masificación ha mejorado la documentación de hechos y la trazabilidad institucional, pero también ha revelado nuevas amenazas. Por ejemplo, la instalación de cámaras en propiedades privadas que no buscan proteger a las personas, sino monitorear los movimientos de las autoridades, siendo utilizados los dispositivos y la tecnología en instrumentos al servicio de intereses criminales. Esta doble cara del uso tecnológico exige regulación clara, controles ciudadanos y un enfoque de seguridad centrado en derechos.
También hay oportunidades muy evidentes. El uso de datos abiertos permite mejorar la colaboración entre instituciones, promover la transparencia y facilitar el monitoreo ciudadano sobre el desempeño del sistema de justicia. Si se usan con responsabilidad, estas herramientas pueden fortalecer la confianza pública y ayudar a prevenir prácticas discrecionales o ineficientes.
La tecnología no es neutral, bien implementada representa un gran aliado a lo que ya está presente en las instituciones. Si hay voluntad de apertura, puede ampliar el acceso, mejorar la eficiencia y dignificar la experiencia de quienes acuden al sistema de justicia. Pero si se usa sin criterios claros, puede convertirse en una nueva forma de opacidad y simulación.
El dilema no es técnico, sino político. Se requiere voluntad, presupuesto y personal capacitado. Por otro lado, si la justicia digital no se orienta a garantizar derechos, si no respeta el debido proceso ni considera la diversidad social, difícilmente detonará el cambio. Se tiene que construir desde la ética pública, con enfoque social y compromiso democrático para que entonces sí, la tecnología sea una aliada en la ruta por hacer de la justicia una realidad para todas y todos.
Académico, especialista en políticas públicas en materia de procuración de justicia y paz.