El 3 de agosto de 2006, Jacinta Francisco Marcial, mujer otomí, madre de familia y hablante de lengua originaria, fue detenida y acusada de secuestrar a seis agentes federales en el municipio de Amealco, Querétaro. Ella no hablaba español con fluidez y por ello no entendía los cargos que le imputaban, además no tuvo acceso a un intérprete ni recibió una defensa efectiva. El resultado: una condena de 21 años de prisión por un delito que jamás cometió. Su liberación, tres años más tarde, fue producto de la presión social y la movilización internacional, no de un sistema de justicia que haya reconocido por sí mismo su propia ceguera estructural. Hoy, a casi 19 años de aquella detención, vale la pena preguntarnos: ¿cuántas personas indígenas han sido y siguen siendo sometidas a procesos judiciales en un idioma y bajo una lógica jurídica que no comprenden? ¿Cuántas condenas se dictan año con año, sin que se garantice el derecho básico a ser escuchado y entendido?
Decimos que la justicia es universal, pero olvidamos que para serlo se debe hablar en un idioma común y ese es la lengua que cada persona entiende, incluyendo en muchos de los casos el lenguaje con señas mexicanas para personas sordas. En términos jurídicos, esa universalidad exige condiciones materiales de acceso: intérpretes formados, defensores conocedores del contexto, procedimientos diferenciados y una institucionalidad capaz de adaptarse a un país plurinacional. No hay derecho procesal sin inteligibilidad y de ninguna manera hay igualdad ante la ley si la ley solo habla para algunos.
El artículo 2° constitucional y el Convenio 169 de la OIT establecen con claridad la obligación de garantizar a los pueblos indígenas el acceso pleno, efectivo y en condiciones de igualdad a la jurisdicción del Estado. Sin embargo, en la práctica, estas garantías se encuentran severamente limitadas por la ausencia de estructuras específicas. De ahí la urgencia de avanzar hacia fiscalías especializadas en pueblos originarios, en las que se logre integrar un enfoque intercultural y plurilingüe, con personal capacitado en interculturalidad y sistemas normativos indígenas, con intérpretes certificados y personal capaz de establecer vínculos reales con las autoridades comunitarias. Instancias que también deberán aplicar principios de justicia restaurativa, garantizar protección frente a la criminalización de la protesta social, e incluso contar con la capacidad de investigar crímenes relacionados con el despojo territorial, la violencia estructural y la afectación ambiental. Además, estas fiscalías deberían ubicarse cerca de las comunidades, operar con procedimientos accesibles, y no depender de traslados forzosos al centro urbano para acceder a la justicia. La estructura y el personal deben adaptarse a las realidades locales, y no al revés. Una fiscalía con rostro indígena debe dejar de ser una excepción institucional para convertirse en una garantía regularizada del Estado de Derecho. Y no se trata de concesiones, son exigencias de orden constitucional y compromisos internacionales que el Estado mexicano ha suscrito. Cumplirlas no es un acto de buena voluntad sino una obligación jurídica y política; pues la justicia no puede seguir hablando un solo idioma y exigiendo un solo modo de ser ciudadano.
Casos como el de Jacinta no deben de ser leídos como una excepción dolorosa, sino como una advertencia estructural: cuando el sistema no comprende a quien debe proteger, lo castiga; y cuando una fiscalía, como puerta de entrada al sistema de justicia, no sabe escuchar, tampoco sabe procurarla.
Está claro que los recursos siempre serán insuficientes, y las políticas serán perfectibles, pero empezar a visibilizar el problema, es el primer paso para su atención. Transformar nuestras fiscalías implica ir más allá de rediseñar sus estructuras o ampliar sus recursos, es reconocer que el pluralismo jurídico no es un adorno del discurso institucional, sino una condición para que el Estado pueda ejercer su poder de manera legítima, pues solo cuando la justicia pueda ser comprendida por todas y todos, sin importar su lengua, su historia o su territorio, podremos decir que es verdaderamente universal.
Académico y especialista en políticas públicas en materia de procuración de justicia y paz