Es 16 de septiembre y la fecha conmemorativa nos invita a reflexionar sobre el origen de nuestra independencia. Uno en particular que nos distinguió de las demás naciones del continente que iniciaron sus luchas por la autonomía de la corona española. A pesar de la coincidencia de que la mayoría de los movimientos fueron encabezados por criollos, en nuestro caso fueron ministros de culto y militares de rango medio, acompañados de un gran movimiento popular indígena y mestizo. La independencia de México comenzó como una ruptura política entre la Corona española y los pueblos de la Nueva España, pero muy pronto trascendió la semilla de insurgencia en un proyecto social que arrancó con abolición de castas y la nefasta esclavitud. Morelos fue el primero en traducir este clamor en Los Sentimientos de la Nación y colocó la semilla de lo que hoy llamamos soberanía popular. Un año después, el Decreto Constitucional de Apatzingán dio mayor forma orgánica al nuevo estado independiente con la división de poderes y un adelantado catálogo de derechos: igualdad, seguridad, propiedad y libertad, que ancló el movimiento insurgente en las bases republicanas que más tarde servirían para derrotar las pretensiones monárquicas de algunos independentistas y mantener los principios de un poder al servicio del pueblo.
Consumada la Independencia, la Constitución de 1824 inauguró el llamado federalismo, creando la Suprema Corte y con ello un cauce institucional para resolver conflictos sin recurrir a la tutela externa. Hablamos de la primera ingeniería jurídica a favor de una nueva forma de justicia para los mexicanos que empezaba por desmantelar los viejos esquemas coloniales de fueros y castas sociales.
Pero no todo fue miel sobre hojuelas, los conservadores seguían buscando romper los acuerdos republicanos y en 1836 impulsaron mediante las llamadas “Siete Leyes”, un retorno al centralismo político para ejercer más control desde la metrópoli y limitar a los poderes públicos en los estados de la república; pero sin duda alguna, el gran salto llega en 1847, con las primeras reformas liberales como el Acta Constitutiva y de Reformas, que incorporó el juicio de amparo, impulsado por Mariano Otero, y fijó la famosa fórmula que haría de México un referente mundial; su germen, vale recordarlo, está en Yucatán (1841) con Manuel Crescencio Rejón, logrando que a través de los amparos, la independencia se vuelva cotidiana, pues desde ese momento cualquier persona puede hacer valer la Constitución frente a la autoridad.
La Reforma liberal profundizó esa ruta: la Ley Juárez (1855) suprimió fueros y tribunales especiales para privilegiar la jurisdicción civil; la Constitución de 1857 consolidó garantías individuales y dio al amparo su casa constitucional. El Código Penal de 1871 ordenó el ius puniendi (derecho a penar o derecho a sancionar) de la naciente República con criterios uniformes. Lo que en conjunto se traduce en una emancipación política a favor de la igualdad jurídica: el privilegio cede ante la ley general, el acceso a los jueces sustituye los fueros, la responsabilidad penal se define con códigos y no con discrecionalidad.
La gran Revolución social iniciada en 1910 como una lucha de derechos sociales tiene su punto máximo de acuerdos con la Constitución de 1917 que añadió derechos sociales y afinó el armazón de justicia: legalidad y debido proceso (artículos 14 y 16), justicia pronta y gratuita (artículo 17) y la arquitectura del amparo en los artículos 103 y 107, que harían del control judicial uno de los rasgos más importantes del Estado mexicano.
El siglo XX tardío y el XXI actualizan ese legado: la reforma judicial de 1994 rediseñó a la Suprema Corte como tribunal constitucional e incorporó las acciones de inconstitucionalidad y controversias; el año 2008 vio la instauración del Sistema Penal Acusatorio con juicios orales; en 2011 la reforma de derechos humanos colocó a los tratados en la cúspide interpretativa y adoptó el principio pro persona; y finalmente, del 2014 al 2019 se concretó la autonomía constitucional de la Fiscalía General de la República y consecuentemente de las fiscalías generales de los estados.
El año 2025 se suma a estos peldaños históricos de una justicia que protege la independencia de nuestro país, al ser el año en el que acontece en México un hito internacional: la primera elección popular de las y los integrantes del Poder Judicial, con la que finalmente cerramos un ciclo de dos siglos de construcción del sistema jurídico.
Insurgencia, constituciones y reformas. Una continua labor legislativa que ha permitido traducir lo que hoy llamamos soberanía en tribunales imparciales, con controles constitucionales y derechos exigibles.
Celebrar 215 años de Independencia es mantener vivo ese hilo que va desde el reconocimiento de derechos y garantías; una Corte que evoluciona para controlar cada vez mejor el ejercicio del poder; fiscalías más profesionales y especializadas para una pronta respuesta ante las víctimas; procesos penales con garantías desde el primer momento; y una ciudadanía que, a través de sus votos hace valer nuestra Constitución. Somos más independientes en la medida que maduramos como Estado soberano, capaz de tomar decisiones mediante el diálogo, la democracia y la fortaleza de nuestras normas e instituciones. Viva México.
Académico y especialista en políticas públicas en materia de procuración de justicia y paz






