El 9 de agosto de 2019 entró en vigor la Ley Nacional de Extinción de Dominio, un instrumento jurídico concebido desde su origen como una herramienta de alto valor estratégico para debilitar patrimonialmente al crimen organizado y combatir redes de corrupción. A seis años de su promulgación, conviene hacer una pausa crítica para reflexionar sobre su verdadero alcance, los usos que ha tenido y los límites que aún enfrenta como mecanismo de justicia patrimonial y restaurativa.

La extinción de dominio es una figura de naturaleza civil, con procedimiento autónomo, que permite al Estado recuperar bienes de origen ilícito o utilizados en la comisión de delitos graves, sin necesidad de una sentencia penal previa. Fue concebida para debilitar al crimen desde su base económica, entendiendo que perseguir personas no basta si las estructuras patrimoniales que sostienen las redes delictivas permanecen intactas. En su diseño normativo, el mecanismo de esta ley no es sencillo, al contrario, se considera sofisticado por sus implicaciones; sin embargo, la reforma constitucional de 2019 y la expedición de la Ley Nacional de Extinción de Dominio sentaron las bases para actuar con mayor agilidad y contundencia. Pero entre la norma y su aplicación persiste una brecha que cada fiscalía ha intentado sortear con capacidades distintas y resultados heterogéneos.

Con la extinción de dominio se pueden recuperar bienes muebles e inmuebles como casas, vehículos, cuentas bancarias, empresas y joyas, ligados a delitos como corrupción, trata de personas, secuestro, delincuencia organizada, delitos contra la salud o enriquecimiento ilícito. Un juez declara la pérdida de derechos sobre dichos bienes y entonces estos pueden pasar a la propiedad pública y destinarse a fines sociales. Es decir, se abre la posibilidad de que lo que fue instrumento del delito se convierta en medio de reparación. Hasta aquí, el planteamiento parece sólido y hasta esperanzador. Pero hay una diferencia importante entre confiscar y reparar. No es lo mismo quitarle un bien a un agresor que devolverle algo a la víctima o a la sociedad. Entonces, la extinción de dominio, por sí sola, no garantiza reparación alguna si no se orienta hacia el restablecimiento de derechos, el reconocimiento del daño y la restitución de lo perdido. Y ese es el punto donde el modelo mexicano empieza a mostrar sus limitantes, pues en la práctica, los bienes extinguidos suelen quedar atrapados en un limbo administrativo. Muchos son almacenados, abandonados e incluso mal utilizados. Otros se venden sin transparencia ni lógica reparadora; y aunque la ley permite destinar el producto de la extinción al fortalecimiento institucional o al apoyo a víctimas, no hay reglas claras sobre cómo, cuándo ni bajo qué criterios ocurre esto. De hecho, hoy en día el destino de los bienes sigue dependiendo, en muchos casos, de la discrecionalidad burocrática y del interés político del momento.

El Registro Nacional de Extinción de Dominio (RNED), creado por mandato de ley y operado por la Secretaría Técnica de la Conferencia Nacional de Procuración de Justicia, fue diseñado para concentrar la información sobre los bienes sujetos a este procedimiento: su tipo, avalúo, estado procesal, ubicación y destino final. Sin embargo, contar con un registro no significa que se tenga un sistema de rendición de cuentas robusto, ni mucho menos una política pública de reparación patrimonial.

Si una casa utilizada para actividades de trata de personas termina siendo vendida por el Estado sin diálogo con las víctimas ni destino social definido, ¿puede considerarse eso una forma de justicia? ¿Qué sentido tiene privar a una red criminal de un rancho si el ingreso que se obtiene por su venta se pierde entre rubros presupuestales sin rostro? ¿Cómo explicarle a una comunidad que un predio robado fue recuperado, pero no servirá para resarcir el abandono en que vive?

El verdadero valor de la extinción de dominio está en su capacidad de resignificar el uso de los bienes. Convertir el lugar del daño en espacio de cuidado. Volver al patrimonio público lo que alguna vez fue instrumento de control, dolor o explotación. Esa es la posibilidad simbólica más potente que ofrece esta figura jurídica. Pero para lograrlo se necesita mucho más que leyes: se necesita decisión política, ética institucional y un rediseño del vínculo entre fiscalías, sistemas de atención a víctimas y mecanismos de justicia restaurativa. La reparación del daño no es un acto automático ni presupuestal. Es una acción que exige sensibilidad, consistencia y voluntad de recomponer lo roto. La extinción de dominio puede ser una vía para ello, pero solo si se rompe con la lógica de administrar los bienes como si fueran despojos del crimen y se empieza a verlos como oportunidades para la reconstrucción del tejido comunitario; porque si la extinción de dominio no fortalece el tejido social, si no devuelve a las víctimas algo que les fue arrebatado, si no interrumpe el ciclo de privilegios e impunidad, entonces deja de ser una herramienta de justicia para convertirse en simple trámite patrimonial.

El tiempo de la simulación institucional ya pasó. Hoy, la sociedad exige que los bienes mal habidos sirvan para algo más que para engrosar inventarios. Exige reparación con sentido humano, con vocación transformadora y exige que las fiscalías lideren esa tarea, no como gestoras de propiedades incautadas, sino como instituciones capaces de resignificar el poder del Estado en favor de quienes han sido históricamente despojados.

Académico y especialista en políticas públicas en materia de administración de justicia y paz

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