Una vez más, la economía global se encuentra tambaleando al ritmo de los impulsos de la política exterior estadounidense. Esta semana, el presidente Donald Trump ha vuelto a dar una muestra de su conocida estrategia de confrontación al anunciar aranceles adicionales del 50% sobre productos chinos, elevando el total al 104% en algunos sectores clave. Como respuesta, China impuso su propio paquete de represalias, con tasas que alcanzan el 84% sobre bienes estadounidenses y una queja formal ante la Organización Mundial del Comercio (OMC). Y por si fuera poco, la Unión Europea ha respondido también, con medidas que afectan a productos estadounidenses por más de 20.900 millones de euros.

Es una escalada con múltiples frentes y una sola consecuencia clara: inestabilidad sistémica…Desde la narrativa oficial en Washington, este tipo de políticas se presentan como actos de defensa de la “soberanía económica”. Pero lo que esta guerra comercial realmente representa es una apuesta desesperada por mantener una hegemonía en crisis. El mundo ya no gira en torno a las reglas escritas en los tratados de libre comercio dominados por EE.UU., y menos aún en torno a la voluntad unilateral de un líder que ha demostrado poca disposición para cooperar con estructuras multilaterales.

Lo que estamos viendo no es solo una disputa económica. Es una fractura en el orden global posterior a la Segunda Guerra Mundial. La Organización Mundial del Comercio, el G7, incluso la propia noción de globalización tal como la conocíamos, están siendo erosionadas por una lógica que busca convertir el comercio en un campo de batalla político.

En el caso de China, la reacción ha sido predecible y firme: no solo incrementó sus propios aranceles, sino que movió ficha diplomática al activar mecanismos de resolución de controversias en la OMC. Esta acción no es menor. China no está actuando como una economía emergente reaccionaria, sino como una potencia que ya domina buena parte de las cadenas de suministro globales y sabe usar el derecho internacional a su favor.

Pero quizás el gesto más revelador fue el de la Unión Europea. Por años, Bruselas se ha resistido a responder con dureza a las medidas proteccionistas de Washington, buscando evitar una ruptura definitiva con su histórico aliado transatlántico. Sin embargo, la imposición de aranceles estadounidenses al acero y al aluminio europeos ha terminado por agotar la paciencia diplomática. La decisión de aprobar contramedidas por más de 20.900 millones de euros indica un punto de inflexión: Europa ya no está dispuesta a tolerar la extraterritorialidad comercial de EE.UU. sin responder.

La pregunta inevitable es: ¿a quién beneficia esta guerra? Desde luego, no al consumidor estadounidense, que verá incrementos en los precios de productos básicos. Tampoco a los productores rurales que dependen de exportaciones hacia Asia, ni a las empresas tecnológicas que necesitan materias primas importadas. En términos estructurales, lo único que Trump ha logrado consolidar es una sensación de vulnerabilidad económica, tanto dentro como fuera de su país.

El problema de fondo es que el trumpismo económico parte de una visión profundamente equivocada: que la política de aranceles puede corregir déficits estructurales generados por décadas de deslocalización industrial, desigualdad interna y dependencia del consumo. En vez de apostar por una transición industrial verde, digital o educativa, Trump ha decidido atacar el síntoma sin tocar la causa.

A nivel global, el mensaje es aún más problemático. Estas medidas no sólo degradan el comercio multilateral, sino que abren la puerta para que otros países —incluidos regímenes autoritarios— adopten el proteccionismo como forma de chantaje diplomático. Si la potencia que fundó el sistema internacional decide ahora ignorarlo, ¿por qué respetarlo los demás?

La sostenibilidad de esta guerra comercial es cuestionable, tanto política como económicamente. Los mercados lo saben. Las alianzas lo saben. Y, en el fondo, la propia administración estadounidense lo sabe. El daño a la confianza global ya está hecho, y reconstruirlo requerirá más que promesas de campaña o retóricas de grandeza nacional.

Lo que está en juego no es solo el precio del aluminio o la soja. Es el equilibrio de poder económico y simbólico en un mundo que, con o sin Trump, ya no gira solo en torno a Washington.

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