En el más reciente intento por encaminar una salida negociada al conflicto ruso-ucraniano, Londres fue sede de una mesa que reunió a diplomáticos de Ucrania, Estados Unidos, Reino Unido, Francia y Alemania. Pero más que una cumbre para la paz, lo ocurrido en la capital británica se parece cada vez más a una coreografía diplomática vacía, donde los gestos son muchos pero la voluntad política es escasa.
Los puntos más reveladores pueden son:
- Presión estadounidense para que Kiev reconozca la pérdida de Crimea y otras regiones ocupadas desde 2022.
- Rechazo tajante de Volodímir Zelenski a cualquier concesión territorial.
- Insistencia europea en la necesidad de congelar el conflicto antes de una escalada mayor.
- Propuesta estadounidense de paz condicionada
- Tensión creciente entre los aliados occidentales, donde Francia y Alemania han manifestado un tono más pragmático frente a las posiciones inflexibles de Washington y Kiev.
Según datos filtrados por El País, un 42% de las autoridades diplomáticas presentes consideran que la estrategia ucraniana actual impide el avance real de un acuerdo. No es un dato menor.
La narrativa oficial que ha acompañado a Ucrania desde 2022 ha sido la de la víctima heroica: firme, inquebrantable, rodeada de aliados morales y estratégicos. Pero dos años y más de 523.000 muertos estimados entre ambos bandos, 5 millones de desplazados internos, y una economía ucraniana sostenida artificialmente por más de 140.000 millones de dólares en ayudas occidentales, deberían obligar a revisar el guion.
Zelenski insiste en que cualquier reconocimiento de pérdida territorial “deslegitima la lucha por la soberanía”. Es una postura comprensible. Pero en términos geopolíticos, resulta insostenible. No hay diplomacia posible cuando uno de los interlocutores parte de una posición maximalista y no negociable. Y no hay paz posible cuando se exige la recuperación total de territorios que Rusia considera ya parte de su Federación y que ha militarizado en profundidad.
Lo más llamativo es que Estados Unidos —en voz de Donald Trump— también parece haber perdido la paciencia. El ex presidente, ahora nuevamente en campaña y con creciente influencia en política exterior, acusó a Zelenski de “obstaculizar la paz” por su negativa a reconocer Crimea como rusa. Y aunque muchos descartan sus declaraciones como provocaciones populistas, lo cierto es que reflejan un sentir que comienza a calar en el Pentágono: ¿hasta cuándo vale la pena sostener una guerra que parece no tener horizonte claro de victoria?
Por supuesto, culpar solo a Kiev sería injusto. El plan de paz estadounidense —aunque realista en el papel— no fue discutido con suficiente transparencia, y huele más a una estrategia para cerrar frentes antes de las elecciones presidenciales de noviembre que a una solución duradera. Washington no quiere paz: quiere control. Y una paz “a lo Trump” no es más que una guerra maquillada con acuerdos asimétricos.
Pero tampoco podemos romantizar la resistencia ucraniana eternamente. La guerra híbrida, con su propaganda envolvente y su diplomacia mediática, nos ha acostumbrado a héroes sin matices. Y es hora de admitir que, a veces, el heroísmo también puede ser obstáculo.
Ucrania necesita seguridad, sí, pero también necesita una salida política realista. Europa no puede seguir financiando una guerra por tiempo indefinido, y Estados Unidos no puede dictar la paz desde sus oficinas sin poner en riesgo su ya desgastada credibilidad internacional.
Londres no fue Ginebra. No hubo acuerdo, pero sí hubo señales. Y si algo dejó claro esta cumbre es que la paz no depende ya de Putin, sino de la capacidad de Kiev para aceptar que toda soberanía tiene un precio, y de Washington para decidir si quiere una solución o una excusa para perpetuar el conflicto.