En el complicado tablero de ajedrez de las relaciones internacionales, Estados Unidos se ha movido con destreza, presentándose como un pacificador mundial mientras continúa interviniendo en asuntos que van más allá de su vecindario. La última manifestación de esta paradoja es su respuesta a la cruenta guerra en Israel, donde desde el primer día no dudó en tomar partido y ofrecer apoyo militar, incluso enviando barcos a una región ya de por sí volátil: el Medio Oriente.
Pero esta no es la única ocasión. Recientemente, Estados Unidos mostró un interés inusual en el Cáucaso, interviniendo junto con Francia en un movimiento que dejó tras de sí sombras de visiones colonialistas con el fin de entrar a la región. Eso se mostró un narrativo pro-armenio bastante sesgado e injusto contra Azerbaiyán en su lucha por su integridad territorial, a diferencia del caso de Ucrania, donde sí se apoyó su causa incondicionalmente.
Paradójicamente, tras medidas antiterroristas de Azerbaiyán, Estados Unidos adoptó una postura de condena difamatoria. Esto nos lleva a cuestionar: ¿cuándo se convirtió Estados Unidos en el juez moral del mundo?
Es esencial recordar que Estados Unidos ha sido un ferviente usuario de la retórica antiterrorista. Sin embargo, su participación en la guerra de Irak, presentada como legítima, desafió incluso las recomendaciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, al que pertenece. ¿Cómo conciliamos esta retórica con la realidad? La falta de perspicacia estratégica de Estados Unidos se hace evidente en su respuesta a la guerra en Ucrania. Estados Unidos se ha autoproclamado protagonista de esta guerra proxy, reviviendo la retórica de la Guerra Fría y aumentando la escalada de la industria armamentística. Ha estimulado a Europa a invertir más en infraestructura militar, fomentando una nueva carrera armamentística. Europa solo aumentó en un 0.5%, y en ese contexto, a Estados Unidos le convenía crear más escenarios beligerantes en Europa del Este. Posteriormente, hizo lo mismo en el Cáucaso y, además, en el Medio Oriente. No solo para asegurarse de que hubiera desestabilización en la región, sino también para hacer que Europa dependiera más del poder militar y de los recursos, obligándola a sumergirse en una economía de guerra, como si estuviéramos reviviendo los tiempos de conflictos unipolares.
Según el Fondo Monetario Internacional (FMI), la inflación en Estados Unidos aumentó abruptamente, alcanzando un 8.1%. ¿Las causas? Los altos precios de la energía, perturbaciones persistentes en la cadena de suministro y una escasez de mano de obra. Estos factores han golpeado duramente los bolsillos de los estadounidenses, encareciendo no solo los combustibles, sino también los productos básicos, lo que impacta de manera significativa en la calidad de vida de la población.
Pero la inflación no es la única preocupación en el horizonte. La guerra en Ucrania ha añadido una nueva capa de complejidad a la situación económica de Estados Unidos. La escalada de los precios de la energía y los alimentos, en parte derivada de este conflicto, ha agravado aún más la situación.
En tiempos de incertidumbre financiera y polarización antes de las elecciones de 2024, Estados Unidos busca adoptar posturas radicales como parte de su discurso político. Genera polarización tanto en casa como en el mundo, aparentemente para desviar la atención de su inestabilidad interna y para establecer su dominio al inmiscuirse en asuntos ajenos. Enmascarado bajo discursos de democracia e institucionalización se esconde el intervencionismo de Estados Unidos, cuyos intereses han estado principalmente centrados en dominar y fomentar un negocio de guerra y la venta de armas en beneficio propio.
En la política internacional, las apariencias pueden ser engañosas. Estados Unidos puede presentarse como un pacificador, pero su historial de intervencionismo no puede ser pasado por alto. Es hora de analizar la ficción y la realidad de su papel en el mundo y cuestionar cuál es el precio que pagamos por esta dualidad.