Donald Trump ha encendido de nuevo las alarmas globales, pero esta vez no por sus desplantes migratorios o su retórica anti-China, sino por algo más estructural y silencioso: los autos eléctricos. En un reciente tuit, acusó a Elon Musk de depender de subsidios federales para mantener a flote Tesla, sugiriendo que, sin apoyo estatal, la empresa tendría que cerrar o mudarse “de regreso a Sudáfrica”. Este mensaje no es anecdótico: es la antesala de lo que podría convertirse en la segunda ola de proteccionismo industrial más agresiva del siglo XXI, disfrazada ahora de cruzada por la "independencia energética".

Y aunque el tuit no menciona a China directamente, el contexto sí lo hace. El gigante asiático ya controla más del 79 % de la capacidad global de producción de baterías de litio, domina el 60 % del mercado global de autos eléctricos, y ha convertido a BYD en el nuevo titán automotriz del siglo, superando incluso a Tesla en ventas durante 2024. Frente a este panorama, Trump no propone una reconversión inteligente de la economía estadounidense: propone el cierre, la exclusión y el castigo como herramientas estratégicas.

Todo indica que Trump impondrá nuevas barreras comerciales a los vehículos eléctricos fabricados fuera de EE. UU., incluso si se trata de empresas estadounidenses que operan en el extranjero. Lo ha dicho abiertamente: planea eliminar cualquier mandato federal que impulse el uso de EVs y cortar el financiamiento público a empresas que no ensamblen en suelo estadounidense. ¿El resultado? Una desaceleración en la adopción de tecnologías limpias y una posible guerra de subsidios con la Unión Europea y Asia.

Pero lo más alarmante es que este modelo de proteccionismo industrial no está creando un ecosistema autónomo, sino uno más polarizado. Mientras EE. UU. amenaza con cerrar su mercado, China avanza con diplomacia, litio y cargadores portátiles en mano. En América Latina, empresas chinas ya invierten miles de millones en la extracción e industrialización del llamado "oro blanco" en Bolivia, Chile y Argentina. Lo hacen sin exigir reformas estructurales, sin condicionar la inversión a tratados ideológicos. Ofrecen litio por infraestructura, acuerdos a largo plazo y acceso a una red comercial ya consolidada.

Frente a esta batalla, México está atrapado en medio del fuego cruzado. Exporta más del 76 % de sus autos a EE. UU., pero su transición hacia la electromovilidad avanza con lentitud. Menos del 1 % del parque vehicular nacional es eléctrico. Aunque Tesla, GM y BMW han anunciado plantas enfocadas en EVs en territorio mexicano, la infraestructura de carga sigue siendo raquítica (menos de 1,200 estaciones públicas), y no hay una política industrial robusta que articule educación técnica, cadenas de suministro locales y soberanía energética.

¿Qué nos espera si Trump cumple sus amenazas? Un golpe directo a las exportaciones mexicanas si no se cumplen sus condiciones de contenido local. Una presión brutal sobre la manufactura mexicana, obligada a elegir entre alinearse con EE. UU. o diversificar hacia nuevos socios, como China o Europa, con todos los riesgos políticos que eso implica. Y peor aún, la posibilidad de quedar fuera de las cadenas de valor que están definiendo el futuro de la movilidad global.

En lugar de ceder al chantaje de los nacionalismos energéticos, México y América Latina deben formular una visión propia, con metas climáticas realistas, alianzas estratégicas que incluyan transferencia tecnológica y una diplomacia comercial activa que no solo venda minerales, sino que también defienda una industrialización verde y regional.

La verdadera pregunta no es si Elon Musk merece subsidios, ni si Tesla se irá a China o a Sudáfrica. La verdadera pregunta es: ¿seguiremos siendo meros espectadores de una guerra tecnológica entre potencias, o asumiremos el riesgo de pensar y actuar estratégicamente en un mundo multipolar y eléctrico?

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