La promesa de un acuerdo en Gaza suena a respiro después de meses de devastación. Pero una lectura escéptica —no cínica— obliga a separar el deseo de paz de la arquitectura real que la sostiene. En su fase inicial, el plan ofrece lo indispensable: cese del fuego, liberación escalonada de rehenes y prisioneros, retiro parcial de fuerzas, entrada ampliada de ayuda y apertura de pasos. Son beneficios tangibles: salvan vidas hoy, bajan la temperatura regional, reducen el riesgo de errores de cálculo y, si se administra con pericia, reabren canales diplomáticos con Egipto, Qatar y Türkiye como garantes funcionales. También devuelven margen a actores civiles dentro de Gaza —hospitales, municipalidades, organizaciones locales— para recomponer mínimos servicios y registros, sin los cuales la reconstrucción es un eslogan.

El problema es que todo acuerdo es un ejercicio de ingeniería de secuencias. Fase 1 compra tiempo; Fase 2 define poder. Ahí suele venirse abajo la retórica. El texto que detiene la artillería rara vez resuelve lo que cuenta: quién gobierna, quién controla las armas, cómo se verifica y qué ocurre si alguien incumple. Si la gobernanza de Gaza queda en una caja negra pospuesta, si el desarme es una palabra sin mecanismo y si la verificación depende de informes que llegan tarde, la tregua se vuelve un alto el fuego performativo: útil humanitariamente, frágil políticamente. La asimetría de capacidades entre las partes —militar, tecnológica, diplomática— multiplica los incentivos a ganar el relato durante el alto el fuego, no a consolidar reglas para el día después. La disputa simbólica seguirá: quién “cedió”, quién “se impuso”, quién “traicionó”. Ese ruido erosiona legitimidad interna y dificulta la implementación.

Hay, además, un vacío sustantivo: el acuerdo no menciona el estatuto de Jerusalén, en particular Jerusalén Oriental, bajo control israelí desde 1967 y cuya anexión no reconoce la mayoría de la comunidad internacional. No hay hoja de ruta sobre cierres y operaciones en barrios como Silwan o Sheikh Jarrah, ni sobre restricciones de acceso a lugares sagrados en la Explanada de las Mezquitas/Monte del Templo. Tampoco aborda el régimen en Cisjordania (asentamientos, redadas, carreteras segregadas, demoliciones), ni define reglas para la frontera norte (tensión con Líbano) o la normalización estable de pasos como Rafah, Erez o Kerem Shalom. Es decir, se pacta el silencio de las armas en Gaza, pero no se aclaran territorios, autoridad y derechos en los otros focos que alimentan el ciclo de violencia.

Tampoco hay que romantizar los canjes. La liberación de rehenes y prisioneros es un imperativo ético y político, pero su secuenciación puede convertirse en palanca de chantaje recíproco. Si el intercambio depende de hitos opacos, cualquier incidente —un dron, un ataque de una milicia aliada, una redada puntual— puede congelarlo. Y si la ayuda humanitaria entra sin corredores protegidos y trazabilidad, corre el doble riesgo: ser insuficiente o ser capturada por actores armados. Un acuerdo serio debería blindar tres cosas: verificación independiente (acceso sostenido para agencias y prensa, con métricas públicas), mecanismos automáticos de corrección (qué se activa si falla un hito) y garantías cruzadas que no dependan de la buena fe de los máximos contendientes.

Hay además un costo de oportunidad. Un alto el fuego sin hoja de ruta política tiende a convertirse en administración de ruinas: ni reconstrucción ni reforma, sólo gestión del desastre. La ventana de oportunidad —cuando las armas callan y la comunidad internacional pone recursos— dura poco; si no se fija de inicio un marco de gobernanza transicional verificable, se impone la inercia del statu quo. Y el statu quo, lo sabemos, es combustible para la próxima ruptura.

Aun así, negar el acuerdo por sus vacíos sería irresponsable. La alternativa inmediata es peor. La virtud del esquema es que ordena incentivos: cada liberación desbloquea pasos de ayuda, cada paso de ayuda obliga a mantener el cese, cada verificación habilita un nuevo tramo del retiro. Cuando ese encadenamiento existe y se publica con cronogramas claros, las audiencias —israelí, palestina y regional— pueden monitorear y presionar. Cuando no, los “spoilers” armados dictan la agenda.

En términos regionales, el pacto reduce, por ahora, la probabilidad de escalada abierta en la frontera norte y baja la prima de riesgo para Egipto y Jordania, que pagan los costos humanitarios de cada colapso. Para Washington, Ankara y Doha, es ocasión de recuperar capital diplomático; pero su protagonismo debe traducirse en costos reputacionales si el acuerdo se manipula. Mediadores sin piel en el juego acaban siendo notarios del incumplimiento.

¿Dónde ubicar entonces las ventajas y desventajas? Ventajas: vidas salvadas; pausas operativas que frenan espirales de venganza; reingreso de la diplomacia; posibilidad de pilotar mecanismos de verificación que, si funcionan, pueden escalar. Desventajas: ambigüedad sobre armas y gobernanza; riesgo de que el alto el fuego sea usado para reacomodos militares; captura de ayuda; dependencia de calendarios políticos externos; tentación de vender “paz” como narrativa electoral. La clave es convertir el acuerdo en proceso, no en foto: métricas públicas, auditoría independiente, sanciones graduales por incumplimiento y participación de actores civiles en la priorización de reconstrucción (agua, salud, vivienda) para que la “paz” se sienta en la vida diaria.

Al final, la pregunta no es si este acuerdo es perfecto —no lo es—, sino si reduce el sufrimiento ahora y abre rutas verificables hacia algo más que una pausa. Si la respuesta es sí, merece apoyo crítico: apoyo por lo que logra, crítico por lo que omite. La paz sostenible no es un anuncio; es una cadena de decisiones verificadas. ¿Están las partes y los mediadores dispuestos a pagar el costo político de esas verificaciones cuando duelan? ¿Seremos capaces —prensa, sociedad civil, universidades— de mantener el foco en los datos del cumplimiento y no sólo en el ruido del relato?

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